La diagonal ibérica, el nuevo eje de progreso

La península ibérica, según los estudios geológicos, tiene unos 2.500 millones años de existencia. Los restos de los primeros homínidos que se han encontrado son de hace 1,2 millones de años. Es, por consiguiente, una tierra muy antigua donde se han sucedido las civilizaciones.

El hecho más determinante de los últimos 2.000 años ha sido la invasión y colonización romana, que empezó el 218 aC en Ampurias. De sus múltiples legados, hay un de muy evidente: el catalán, el castellano, el gallego y el portugués -las lenguas que hablamos mayoritariamente en la península ibérica (con la excepción del euskera)- proceden del tronco común del latín, hecho que olvidamos demasiado a menudo a la hora de establecer supuestas fronteras lingüísticas y, por derivación, políticas.

La organización administrativa y política de este territorio, perfectamente delimitado por el océano Atlántico, el mar Mediterráneo, los Pirineos y el estrecho de Gibraltar, ha sido modificada a lo largo de los siglos. Los romanos, por ejemplo, dividieron la península en tres grandes provincias, con capitales a Tarragona (Hispania Citerior), Mérida (Lusitania) y Córdoba (Bética).

La última gran sacudida geopolítica se produjo en el siglo XVII, en tiempo de la dinastía de los Austria, cuando Portugal recuperó y consolidó su independencia (1640). Las fronteras internas de la península han quedado inamovibles desde entonces, salvo la pérdida de las comarcas de la Cataluña Norte, que pasaron bajo administración francesa.

Desde el año 1986, con la entrada de España y Portugal en la Unión Europea -y, por ende, en la OTAN-, las coordenadas han cambiado. Los dos estados ibéricos han hecho importantes cesiones de soberanía a Bruselas en aspectos capitales como la moneda, la política económica, los aranceles aduaneros, las relaciones exteriores o defensa. De hecho, la frontera entre ambos países podemos decir que ha desaparecido en la práctica, salvo hechos anecdóticos como puede ser la diferencia horaria.

La pertenencia común a la Unión Europea da, si somos inteligentes y pragmáticos, una nueva dimensión a la península ibérica, convirtiéndola en el gran hub del planeta que conecta cuatro continentes. Las tres grandes metrópolis de este territorio -Lisboa (3 millones de habitantes), Madrid (7 millones de habitantes) y Barcelona (3,5 millones de habitantes)- dibujan la diagonal que une y vertebra el frente atlántico con el frente mediterráneo, estructurando un eje de progreso que puede garantizar trabajo y prosperidad a las generaciones actuales y futuras.

Del mismo modo que Ildefonso Cerdà planificó en el siglo XIX el Eixample de Barcelona, rompiendo las murallas medievales que cerraban la ciudad y diseñando la Diagonal como calle mayor de la nueva metrópoli, los catalanes de hoy tenemos que ayudar a tejer la nueva diagonal Lisboa-Madrid-Barcelona, convirtiéndola en la columna vertebral de la península. Por eso, portugueses, españoles y catalanes tenemos que romper también nuestras murallas –fundamentalmente, culturales y políticas- como hizo en Barcelona el ingeniero masón Ildefonso Cerdà.

En la actual dinámica histórica, trocear todavía más la península, como preconizan erróneamente los independentistas, es un mal negocio. Los íberos del siglo XXI tenemos que saber leer nuestra privilegiada ubicación en el mapa de las comunicaciones mundiales para rentabilizarlo y sacarle provecho. A modo de ejemplo: ¿cómo es posible que todavía no haya una línea de alta velocidad y ancho europeo que una Lisboa con Barcelona? ¿O, lo que es lo mismo: el gran puerto atlántico de Sines con el gran puerto mediterráneo de Barcelona?

El proceso independentista ha consumido muchas energías, ha hecho mucho daño a la convivencia y nos ha dejado escaldados a todos, catalanes y españoles. Esto, inevitablemente, pasa factura y acaba teniendo una repercusión negativa en la vitalidad económica. No hay grandes proyectos sobre la mesa, no hay ambición empresarial, la inestabilidad política paraliza la toma de decisiones y el tono anímico de la sociedad es bajo.

Debemos salir de este estado catatónico. En Cataluña –como hicieron nuestros antepasados en el siglo XIX- tenemos que romper las murallas medievales que nos ahogan y abrirnos a nuevos horizontes. La colaboración ibérica -desde la libertad, la igualdad y la fraternidad- es un proyecto que rompe con la envenenada y tóxica dialéctica Cataluña/España, que no tiene solución de continuidad, y nos impulsa a una etapa de fructífera positividad y creatividad.

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