Ciudades sin quioscos

Ya hace tiempo que los vendedores de periódicos en nuestras plazas y calles van cerrando, pero últimamente hay una aceleración tal que hará que pronto sean historia. En Vic, cuando termine el año prácticamente ya no quedará ninguno. En Barcelona, a pesar de haberse reconducido esta actividad cada vez más a vender souvenirs a los turistas que a ofrecer publicaciones en papel, hay en funcionamiento la mitad de los que había en 2000. Lógicamente, habrá quien sólo lo vea como un signo de los tiempos: mueren negocios porque dejan de ser rentables mientras surgen otros. Se dirá que los hábitos cambian y a la oferta no le queda más remedio que adaptarse. Pero con la desaparición de los quioscos, desaparece bastante más que un comercio convencional. Durante más de un siglo han sido espacios de referencia en el paisaje urbano y se han convertido en sitio de relación y de sociabilidad, un punto de encuentro y de diálogo, depositarios de la información, de lo que pasaba en el mundo y de la novedad. Quien nos vendía el diario formaba parte de nuestra vida, alguien con quien compartíamos civilidad y una cierta complicidad. Parece que ya no es necesario, y ni siquiera hay tiempo para ello.

Los quioscos eran todos aparentemente iguales, pero en realidad eran muy diferentes y, cuando íbamos a ellos, más allá de los diarios más comunes, sabíamos quién tenía o no tenía determinadas publicaciones y el punto más adecuado para encontrarnos a determinada gente. Formaban parte de un entramado urbano que era único y singular y de un espacio público lleno de excusas para que la gente nos relacionásemos, intercambiáramos miradas y opiniones. Cada día que pasa, los espacios urbanos son más impersonales, fríos, idénticos e intercambiables. Puramente utilitarios para desplazarnos y cumplir con unos determinados requisitos. El antropólogo francés Marc Augé definió hace años la existencia de espacios puramente funcionales e impersonales como las estaciones o los aeropuertos como "no lugares", ya que no tenían nada que ver ni con la cultura ni con la geografía, meramente territorios de paso. Todo espacio urbano se va convirtiendo en eso, en no lugares desnudos de significación y también de cualquier carga emocional o simbólica.

La crisis del negocio de los quioscos comenzó de la mano de la recesión de la prensa-papel. La caída está siendo brutal y además de a los vendedores, se está llevando por delante a los periódicos, empresas editoras y a una buena parte de la profesión periodística. También el hábito de la lectura, de estar informado y tener un cierto conocimiento confiable de las cosas. Los más pragmáticos afirman que no pasa nada, que ahora se lee en formato digital y que viene a ser lo mismo. Pero no es cierto. Casi nadie está dispuesto a pagar por la edición digital de los diarios y los ingresos publicitarios que obtienen son y serán escasos. Así, ¿cómo se sostienen las empresas periodísticas? ¿Cómo se pueden pagar nóminas dignas a sus profesionales? Pero tampoco la consulta en papel o en el smartphone tiene mucho que ver con respecto a la profundidad.

Ya no hay lectura pausada a la que dedicábamos un mínimo de 30 minutos, sino un surfear entre titulares en unos pocos segundos. Obtener unos inputs por internet, que nos ha seleccionado el algoritmo de una plataforma, tiene poco que ver con un proceso para informarse. Para ello se requiere tiempo, calma, concentración y actitud. Ya no tenemos nada de esto. Justamente las famosas fake news se imponen, entre otras cosas, porque ya no tenemos criterio ni a la hora de elegir donde nos informamos ni a que le podemos dar crédito. Con la desaparición, o casi, del papel no se extingue sólo un canal de comunicación que puede ser sustituido por otros. Desaparece un mundo, una cultura, una manera de vivir y una forma de civilidad. Se impone la cultura de la máquina y el aislamiento social.

Sólo un dato. El diario El País, hace diez años, tenía una difusión de 450.000 ejemplares. A día de hoy, esta es la difusión del conjunto de todos los diarios que se editan en España. Alguien podría ver en estas consideraciones un puro ejercicio de nostalgia, pero creo que el alcance del fenómeno va más allá. Una sociedad sin lectura y sin capacidad para fijar la atención está condenada a ser superficial y sustituir la racionalidad pausada por reacciones puramente emocionales.

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