Desorientados y perdidos

En este frío invierno de 2018 contemplo con desolación las ruinas de mi patria. Todos teníamos nuestros sueños. Yo también. Imaginaba una Cataluña, emergida de la larga noche de la dictadura, que sería próspera, equilibrada, ordenada y ejemplar. Gracias al impulso de la movilización antifranquista y a la recuperación de la democracia en España conseguimos el restablecimiento de la Generalitat y el ejercicio del autogobierno en el marco de la Constitución del 1978 y del Estatuto del 1979.

La entrada de España en la Unión Europea, el 1 de enero de 1986, y el enorme despliegue de energía positiva que supuso la celebración de los Juegos Olímpicos del 1992 elevaron a Barcelona y a Cataluña a la primera división internacional. Lo teníamos todo para consolidarnos como el principal polo de actividad (empresarial, en I D I, cultural…) del Mediterráneo, irradiando nuestra capacidad de atracción en todos los acimuts y convirtiendo esta tierra en el hogar donde nuestros hijos pudieran crecer y multiplicarse con cultura, civilización y confort y donde personas llegadas de otras latitudes encontraran aquí la oportunidad para mejorar su calidad de vida y la de sus familias.

El presidente Pasqual Maragall nos diseñó el camino: la mejora y aggiornamento del Estatuto y la apuesta estratégica por la Euroregión Pirineos-Mediterráneo (con vértices en Toulouse, Montpellier, Barcelona, Baleares, Valencia y Zaragoza), que nos dotaba de un contexto geoeconómico y geopolítico preñado de futuro. La Unión Europea avala e incentiva este tipo de instituciones multiregionales y transfronterizas, en las cuales Cataluña habría podido ejercer un destacado liderazgo.

Este ambicioso proyecto, que entroncaba con el hilo histórico esplendoroso -la Corona de Aragón/Países Catalanes, la alianza con Occitania perdida en la batalla de Muret…)-, quebrado siglos atrás por las dinámicas centrípetas de París y Madrid, quedó parado con la sentencia del Tribunal Constitucional del 2010 y con el regreso de la dinastía pujolista, a través de Artur Mas, al poder. La continuación ya la conocemos: la imputación por corrupción del príncipe Oriol Pujol, en 2012, abrió la caja de los truenos y significó el inicio de una larga guerra contra Madrid que ha acabado con la aplicación del artículo 155, la destitución del gobierno de la Generalitat, el desplazamiento del presidente Carles Puigdemont a Bruselas y la imputación judicial de la cúpula independentista, con Oriol Junqueras, Joaquim Forn y los Jordis en prisión.

Hemos perdido miserablemente siete años, hemos quemado las ilusiones de muchísima gente, nos hemos enemistado con nuestros vecinos, hemos provocado la crispación y la división de la sociedad catalana, hemos asustado a los turistas y a los inversores, hemos originado la deslocalización fiscal de más de 3.000 empresas y hemos hecho de Cataluña una tierra conflictiva, hostil y agria. Éramos un oasis donde reinaba la corrupción y, en vez de limpiar las cloacas, hemos preferido incendiarlo y convertirlo en un desierto estéril y lleno de escorpiones.

Con independencia de las filias y fobias políticas de cada cual, es evidente que hubo un tiempo, no muy lejano, en que Cataluña destacaba en el contexto internacional y éramos motivo de interés y de admiración. Todo esto lo hemos destrozado con las nefastas presidencias de Artur Mas y Carles Puigdemont. Hará falta mucha perseverancia, mucha inteligencia, mucha generosidad, mucha responsabilidad y mucha suerte para recuperarnos de este desastre absoluto.

La vía que se divisa estos días, en el marco de los acuerdos entre Junts per Catalunya y ERC, no invita al optimismo. Más bien al contrario. La presidencia de la Generalitat, fugaz y fantasmagórica, de Jordi Sànchez, que sería relevado a continuación por Jordi Turull –siempre que les vote la CUP- nos anuncia un panorama político esperpéntico. O superamos entre todos esta pésima película de serie B, rompiendo el eje independentista/no independentista para formar el próximo gobierno catalán, o la caótica decadencia en la cual estamos instalados (Ada Colau tampoco ayuda) nos llevará a una autodestructiva melancolía colectiva.

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