Psicosis

«Les molestamos, les damos miedo y más miedo les daremos«, dijo ufano Carles Puigdemont a los alcaldes que, el 1 de julio pasado, acudieron a Barcelona a rendirle pleitesía. Sus palabras parecían dirigidas al gobierno central, aunque el plural usado dejaba suponer que incluía a otros. ¿Quiénes? Quizás el subconsciente le estaba jugando una mala pasada y, en realidad, a quien estaba enviando aquel mensaje era a los ciudadanos de Cataluña. A juzgar por los hechos, así pudo haber sido.

Puede ser que en un período no muy dilatado de tiempo puedan articularse en Cataluña transacciones políticas capaces de superar, atenuar o canalizar algunos de los agudos conflictos que sufre. Sin embargo, mucho más difícil, costoso y dilatado será, previsiblemente, rehabilitar la convivencia entre las personas, atrapadas en una psicosis personal y colectiva que estamos sufriendo todas y cada uno de los que aquí vivimos.

La psicosis, que se utiliza en psiquiatría para referirse a un estado mental descrito como escisión o pérdida de contacto con la realidad, se ha instalado por mor del «procés» no solo en el imaginario colectivo de Cataluña, sino individualmente, en cada uno de nosotros. No hay nadie que se salve de ello. En cada familia, grupo o entorno de amistades, se ha propagado como mancha de aceite una casuística de desencuentros, sino delirios y pensamientos desorganizados, propios de la psicosis, que en la generalidad de los casos han desembocado en rupturas.

Al igual que nos ocurre cuando experimentamos una gran pérdida, una crisis de afectos o se nos comunica una enfermedad grave, el «procés» ha hecho saltar nuestras rutinas por el aire, trastoca nuestros hábitos, cortocircuita nuestras querencias… Las cosas que conforman nuestra cotidianeidad dejan de tener sentido. Las tareas pendientes se posponen o abandonan. La vida sigue, sí, pero trastocada.

Todo ello, con un tufo de guerra civil, de enfrentamiento fratricida. Porque el mal rollo, que empieza por la propia familia, se va ampliando a todo el tejido social. Nadie se libra. Y en este estado de cosas, comienza a experimentarse otra sensación muy asociada a las psicopatías, que es el miedo. Primero difuso, casi infundado, y después, cuando las empresas se van en estampida, la calle se convierte en caja de resonancia, los balcones en mástil de agravios, en algo tangible.

Psicosis, que en las redes adquiere tintes especialmente desquiciantes, sobre todo cuando vehiculan mentiras catastrofistas, estudiadamente dañinas, movilizadoras de los peores sentimientos. Clima especialmente tóxico, maligno, perverso, cuando se traslada a las aulas. Atmósfera que acaba haciéndonos más fea la existencia, más triste la vida. Y que, aunque lleguen las lluvias, será difícil de aventar. Porque, como ahora se dice, el daño ya está hecho. O sea, que Puigdemont, siguiendo la estela de la célebre película de Alfred Hitchcock, se nos ha revelado como un consumado discípulo del género slasher, que consiste, como él mismo dijo, en meter miedo.

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