Caceroladas nuestras de cada día…

Curioseaba disimulando el otro día una conversación ajena. El uno le contaba al otro: «Con tanta protesta, ya llevo abolladas dos cacerolas». Después, se enzarzaban en exquisiteces sobre si las que había comprado en el ‘chino’ eran de más o menos calidad y poco o muy recomendables para procesos de larga duración, como es el caso; también van dirimir sobre el material más residente, que si el aluminio o el acero inoxidable…

Pocos días después de aquella conversación cazada al vuelo y de una breve tregua protestataria, las injustas detenciones de los ‘Jordis’ -Sànchez (ANC) y Cuixart (Òmnium)-, han despertado de nuevo los tambores de guerra. Confieso que al principio de las caceroladas me costaba asimilar aquel estruendo como la mejor opción de pataleta. Después, por la fuerza ahorcan, me fui acostumbrando; y ahora, incluso, encuentro cierta musicalidad en el golpe continuado de cacerola.

Una cacerolada es una cencerrada, que viene a ser un alboroto hecho con ruido de cencerros, cuernos, latas y otros artilugios, que se usaban antaño ante la casa de un viudo el día que se volvía a casar. Sin embargo, la idea de adaptar el ruido a las protestas no es nuestra. Protestar golpeando de forma insistente una cazuela tiene orígenes inciertos. Unos hablan de manifestaciones «sonoras» en la Argelia de finales de los sesenta, y otros sitúan el hallazgo en Chile, a principios de los setenta, como forma de protesta ante la escasez de productos industriales durante el gobierno de Salvador Allende. Venga de donde venga, se ha convertido en una forma de protesta popular, especialmente usada en países de habla española -en particular, Venezuela, Argentina, Colombia, Uruguay, Cuba y Chile. Más recientemente, este tipo de queja se ha exportado a países de habla inglesa y francesa –sobre todo el Quebec-, así como Turquía durante las protestas de 2013.

La gracia principal del invento es que con poco ya vas armado y que, a diferencia de las manifestaciones al uso, que tienes que desplazarte al epicentro de la protesta y aguantar hasta la disolución de la misma, en el caso que nos ocupa, puedes refunfuñar desde casa, saliendo al balcón y golpeando como si no hubiera un mañana, con la mano de mortero contra la sufrida cazuela. Desconozco si el estridente alboroto llega a buen puerto -a Rajoy, en este caso-, pero, y aunque esto no sea así, nadie te quita el desfogo.

En el caso que nos ocupa, tengo en casa un juego de dos cazuelas: una la repico cuando el gobierno español golpea inofensivos ciudadanos que sólo pretendían votar, o cuando se encarcelan ‘Jordis’ usando la Justicia como arma arrojadiza; la otra, cuando el bloque soberanista coge peligrosos atajos para aprobar leyes de dudosa credibilidad, o cuando quiere que se señalen por la calle alcaldes que se niegan a poner las urnas. Ni que decir tiene que pronto tendré que cambiar la primera cazuela; francamente, muy abollada.

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