La tierra prometida

Resulta inquietante la absoluta indefinición sobre el país independiente que propugnan los nacionalistas catalanes. Parece de sentido común que quienes se refieren al nuevo país esbocen al menos cómo lo ven e incluso traten de encandilar, como Jehová a los judíos, con alguna promesa. Así la gente podría superar la incertidumbre dominante, hacerse alguna idea del futuro, e incluso ilusionarse, aunque todo fuera mentira. ¿Es esto pedirle peras al olmo? ¿Saben realmente los partidos embarcados en el procés qué es lo que quieren? ¿No será que en realidad les espanta el día después y por eso prefieren mantenerse mudos?

Dada la ausencia absoluta de debate público, el autismo de los partidos que integran el frente independentista y, lo que es aún peor, los mensajes que como un verso perdido hacen referencia a la Cataluña independiente, cada cual se imagina como buenamente puede el futuro. ¿Aquisgrán o Sefarad, que diría Jordi Pujol? ¿Una gran Andorra, como respondía un jubilado a una pregunta formulada por El País? ¿O un país donde las cañas cuesten igual que en Andalucía, como reclamaba agraviada al mismo encuestador una chica de Premià de Dalt?

Artur Mas, en un inédito ejercicio de transparencia, dejó caer que la Cataluña independiente sería la Dinamarca del Sur, sin especificar porqué y cómo. ¿Y por qué no como Israel, donde estás obligado a definirte en cada uno de tus actos cotidianos, o peor aún? «Para vivir mejor», apostilla Josep Guardiola (que seguramente no vive tan mal), sin añadir ni una coma al eslogan. «Tenemos la posibilidad de soñar y hacer un país del siglo XXI, una república, con valores democráticos, sociales, socioeconómicos y culturales. No me preguntes qué país haremos, no: qué país harás tú», declara in extenso Lluís Llach, parafraseando a John F. Kennedy. ¿Interpreta acaso el cantante el siglo XXI como una alfombra roja y no más bien como un cámara de los horrores? Y los «valores», viniendo de donde vienen, mejor ni tocarlos.

No faltan, desde luego, los que, invocando el buen rollo, proclaman que no va a pasar nada, cuando en realidad ya está pasando y mucho. Por ejemplo, el infame juego del gato y el ratón inter-patriótico, que ha reducido el procés a un asunto de vanidades jurídicas (calificado de «creatividad» por Mas), la perversión semántica que nos presenta la realidad en blanco y negro, la inmoralidad política de las medias palabras y las medias verdades, el acallamiento de la mayoría social no independentista…

Como no podía ser menos, para los independentistas la independencia es un fin y no un medio. Su horizonte empieza y acaba con la independencia. «Después ya nos pelearemos», se ventila el tema. ¿Entre quién? ¿Entre los actuales partidarios y contrarios a ella? ¿Entre vencedores y vencidos? ¿Entre los que quieren un país de un color y lo que lo quieren de otro? ¿Entre ricos y pobres? ¿Entre los que se comunican habitualmente en catalán y quienes lo hacen en castellano? Y, en cualquier caso, si no va a pasar nada ¿por qué tanto furor?

Vivimos, aunque a los nacionalistas como Donald Trump les cueste entenderlo, en un mundo interdependiente. Todo lo que le ocurre a algo o a alguien nos afecta, seguramente mucho más de lo que creemos, a los demás. De ahí la imposibilidad de una Cataluña entendida como fiesta mayor permanente, a la que tan proclives son los identitarios. No solo porque su pluralidad lo hace imposible, sino porque los demás no lo permitirán. ¿Acaso piensa la CUP en una Cataluña roja? ¿Comparten el PDCat y ERC su proyecto? O por el contrario, en un ejercicio de cinismo, creen todos que será más de lo mismo, pero agravado, y se callan.

En cualquier caso, más allá de los deseos, una Cataluña independiente tendría muchas papeletas para caer en las redes de los Cerberus Savia, KKR, Drago Capital y otros buitres (de los que algo saben algunos hijos de Pujol), que se dedican a buscar pepitas de oro entre las ruinas y sueñan con encontrar territorios aptos para crear paraísos fiscales. Sus primos hermanos de las mafias puras y duras, que ya han encontrado aquí un territorio confortable para sus actividades, tampoco harían ascos a una Cataluña independiente. Y en el mejor de los casos, un embarcación más bien pequeña, frágil, desamparada.., como sería una Cataluña independiente, poco puede esperar de la navegación por un mar más bien proceloso e infestado, literalmente, de tiburones.

Cuando Jehová sacó a los judíos de Egipto, prometió llevarlos «a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel», que no es como la de donde salieron. «Allá, dijo Dios, ustedes plantaban sus semillas y tenían que regarlas como se riega un huerto. En cambio, la tierra que van a poseer es tierra de montañas y de valles, regada por la lluvia del cielo». Pero cuando regresaron, 2.000 años después, se encontraron una tierra estéril.

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