Uno de los suyos

«Las viejas élites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas a recurrir a los radicales extremistas, como lo hicieron los liberales italianos con los fascistas de Mussolini en 1920-1922«. (Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX).

En eso estamos, de nuevo. Conservadores, rebautizados a veces como liberales (o sea, las élites políticas que se han venido alternando en el poder con el autoproclamado centro-izquierda desde la II Guerra Mundial) aparentan desmarcarse de los cachorros de la derecha sin complejos, que vuelve a levantar cabeza, pero no pueden negar que forman parte de la misma familia. Así, lo ha dejado meridianamente claro Mariano Rajoy que, a la hora de retratarse respecto a Donald Trump, muy lejos de emitir cualquier opinión crítica, se ha ofrecido a hacerle de puente con Europa.

Benito Mussolini, con 35 diputados obtenidos en coalición con liberales y conservadores (Bloque Nacional) en 1921, acabó arrasando tres años después en la Lista Nacional, de nuevo junto a conservadores y liberales. El insigne liberal italiano Benedetto Croce justificó la connivencia con los fascistas en la necesidad transitoria de restaurar el orden. «El fascismo -afirmó- no puede y no debe ser más que un puente a la restauración de un estricto régimen liberal», afirmaba.

En los años 1932-33 los partidos liberal-conservadores y el Zentrum católico alemán pensaron que, sin perder el poder, podrían usar el nazismo incipiente para transformar la democracia de Weimar en un Estado autoritario, más afín a sus intereses. Fundado en noviembre de 1918, con el apoyo de magnates industriales, como Hugo Stinnes, miembros del Partido Conservador Alemán y otros partidos de derechas y liderado por el rico magnate de la prensa Alfred Hugenberg, el Partido Nacional del Pueblo Alemán (DNVP) se hizo con 103 escaños en diciembre de 1924. Cuando Adolf Hitler fue nombrado canciller en enero de 1933, invitó al DNVP a unirse a su gobierno de coalición y nombró a Hugenberg ministro de Agricultura y Economía. El 23 de marzo de 1933, todos los miembros del DNVP en el Reichstag votaron a favor de la Ley de Plenos Poderes que dio al gobierno de Hitler facultades dictatoriales.

El 12 de septiembre de 1973, el Partido Demócrata Cristiano de Chile, encabezado por Patricio Aylwin, emitió una declaración manifestando que las Fuerzas Armadas no buscaban el poder. «Sus tradiciones institucionales y la historia republicana de nuestra patria inspiran la confianza de que tan pronto sean cumplidas las tareas que ellas han asumido para evitar los graves peligros de destrucción y totalitarismo que amenazaban la nación chilena, devolverán el poder al pueblo soberano para que libre y democráticamente decida sobre el destino patrio», afirmaba, haciendo responsable al gobierno de Salvador Allende, de haber llevado a Chile al «desastre económico, al caos internacional, a la violencia armada y a la crisis moral«.

En marzo de 1933, se creó en España la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Su líder Gil Robles, tras participar en el congreso nazi de Nuremberg, afirmó que la democracia era simplemente el «medio» para llegar al Estado corporativo. Su nuevo partido fue el más votado aquel año, pero con solo 115 escaños de los 450 de la cámara, lo cual le imposibilitaba para formar gobierno en solitario. Apoyó el gobierno presidido por Alejandro Lerroux, fue nombrado ministro de la Guerra y desde ese cargo promocionó a Franco, Mola, Fanjul, Varela y otros militares golpistas. Durante la Guerra del 36 encomendó a sus seguidores apoyar al bando franquista y entregó los fondos de su partido al general Emilio Mola.

Nada nuevo bajo el sol. Los fascistas también partían, como los conservadores, de la desigualdad humana y sostenían que una minoría debe gobernar. Mussolini dijo que el número no puede dirigir las sociedades humanas y Hitler afirmó que «es más fácil ver a un camello pasar por el ojo de una aguja que descubrir un gran hombre por medio de la elección«. Algo que las derechas de hoy no explicitan pero que comparten. Porque más allá de las desgarros de vestiduras de los Vargas Llosa, Enrique Krauze y Bernard-Henry Lévy de turno por los padecimientos de la democracia formal, en el fondo de la caja negra ideológica de la derecha conservadora sigue latiendo la pulsión de la mano dura y hasta la exaltación del jefe carismático.

Algo que sin duda está ocurriendo en el Partido Republicano de los Estados Unidos, aunque la casta mediática internacional magnifique sus diferencias con Donald Trump. No cabe duda que en ese partido (como en todos) existen contradicciones, algunas seguramente muy agudas, entre parentelas, personas y corrientes que lo integran pero, al final, el Tea Party no hace ascos al Ku Kux Klan y viceversa, como el presidente no se los hace al partido y al revés. Se nos está vendiendo un Trump como la nota perdida o un antisistema (algunos de sus votantes así lo creen) pero, en el fondo, no es ni lo uno ni, mucho menos, lo otro. Simplemente, constituye una de las caras (fea, claro) del statu quo dominante, una expresión original de la forma en que los conservadores entienden la democracia y, desde luego, la quintaesencia del sistema. Sistema elevado a la enésima potencia, por mucho que las élites viertan lágrimas de cocodrilo.

En ocasiones se ha definido el fascismo como un nacionalismo de vencidos y esto se está percibiendo en los actuales Estados Unidos. Trump con su «América primero» proclama que un pueblo superior tiene derecho a disponer de espacio para realizarse, a conquistar su espacio vital y, en definitiva, a colocarse por encima del derecho internacional. Asimismo, Trump no solo desconfía sino que se mofa de la razón, a tenor de su conducta. También la pobreza corroe la nación americana. De manera semejante, la agresividad empieza a considerarse una virtud. Así las cosas, que los liberal-conservadores de turno y sus compañeros de viaje (a los que tanto les gusta airear las gracias de Trump) tomen nota y cuando sobrevengan las catástrofes, no acaben haciéndose los suecos como se lo hizo José María Gil Robles, que tuvo la desfachatez de decir en sus memorias que no tuvo conocimiento de la conspiración de Franco cuando, en realidad, no era más que uno de los suyos.

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