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Camisetas

Cristina Palomar

  Periodista al servicio de las causas perdidas. Mi patria es la gente que quiero Periodista al servei de les causes perdudes. La meva pàtria és la gent que estimo
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Qué gozo da ver a Xavier Trias vestido con camiseta. Me llegan las fotos por gentileza de su jefe de prensa en respuesta a un comentario impertinente que hice hace unos días en la red sobre la exquisita indumentaria del ex-alcalde de Barcelona. Más allá del poco sentido del humor que gastan últimamente los convergentes –no sé si porque el ministerio del Interior no les deja llamarse con el nombre de otro o porque ven cada día más clara la magnitud de su tragedia política-, he de reconocer que Trias está radiante siempre, sea vestido de Armani o con camiseta independentista. Supongo que es lo que tiene ser de casa bien y tener una gracia innata para moverse por el espacio con elegancia: todo les queda bien.

Por lo que se ve en las fotos, el ex-alcalde debe tener una buena colección de camisetas regaladas bien planchadas y guardadas en la cómoda del dormitorio por la diligente asistenta. Supongo que casi todas son patrióticas y seguramente no conserva ninguna roja porque tampoco se trata de pasarse de la raya y provocar un infarto a los Pujol con sus tics socialdemócratas. Qué buena pinta que hace el incombustible dirigente convergente y qué diferencia con la espantosa visión del ex-alcalde Joan Clos encima de una carroza bailando salsa como si se fuera a acabar el mundo y embutido en una camiseta tres tallas más pequeña. Muchos barceloneses todavía arrastramos el trauma por la visión y creo que ya sería hora de pedir a Ada Colau que nos subvencione el psicólogo.

Hace unos días una compañera de trabajo acabada de aterrizar del más allá se sorprendía por lo mal que vestimos los barceloneses sobre todo en verano y ¡qué diferencia con los de Valladolid!, que hasta incluso para salir a tirar la basura se ponen las pieles aunque estén a 40 grados. Mucha camiseta y poca corbata, decía. Y desde que el sector upper Diagonal se ha vuelto independentista para no perder los privilegios de siempre, todavía más supongo.

Y pensando en nuestro look zarrapastroso y en cómo nos gusta disfrazarnos con camisetas con lemas ininteligibles, me ha venido el recuerdo de las Diadas de cuando yo era más joven. Por razones hormonales, mi grupo de amigos –hijos todos del extrarradio inmigrante- congenió con otros grupos de barrios más pudientes con una larga colección de apellidos catalanes compuestos. El 11-S nos reencontrábamos todos después de las vacaciones: unos pálidos por haber pasado el verano en la ciudad trabajando y otros luciendo moreno ampurdanés o menorquín. Por un día ellos dejaban el polo Lacoste en el cajón y se ponían el uniforme casual de Diada, pero se veía claro quién era de casa bien y quién no a pesar de que nos intercambiásemos los fulares que puso de moda Lluís Llach junto con los jerséis Privata y los zapatos Pielsa.

Han pasado muchos años y han llovido muchas piedras desde entonces, pero hay cosas que no han cambiado mucho. Ahora como antes, celebrar la Diada es reencontrarse con amigos y conocidos para explicar qué divertido es zambullirse en aguas turquesas desde un yate con bandera española como ha hecho un Artur Mas de vuelta de muchas cosas. También es el lugar idóneo para lucir y sudar la camiseta. La pena es que, a diferencia del amplio abanico de proclamas y colores de antes reflejo de la pluralidad de la sociedad catalana, ahora todo el mundo lleva la misma y leído el lema de una, leídos todos. ¡Qué gran negocio para las entidades patrióticas y qué falta de imaginación más grande! Menos mal que el año que viene ya seremos libres para vestir como queramos.

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