El infantilismo de Esquerra Republicana

Los catalanes-catalanes de hoy hemos errado clamorosamente nuestra estrategia. Es el hado que determina nuestra historia. Después de la muerte de Franco y el regreso del presidente Josep Tarradellas del exilio, teníamos una oportunidad de oro para construir un nuevo poder político y una nueva administración pública ejemplar. El futuro estaba en nuestras manos. También el sueño de crear una comunidad catalana transfronteriza, que estableciera complicidades y lazos con los territorios con quienes compartimos pasado, lengua y cultura.

Nos hemos equivocado con la política lingüística. No hemos conseguido que el catalán sea una lengua simpática e integradora. Los ‘hiperventilados’ y quienes tienen prisa nos han llevado por mal camino. La inmigración castellanoparlante no ha asumido la catalanidad porque no hemos sido capaces de asociarla a valores positivos y alentadores. La realidad es que, cuarenta años después del fin de la dictadura, el castellano predomina de manera evidente en las calles de las grandes ciudades.

No lo hemos hecho bien y esto sólo es culpa nuestra y, de manera directa, de los políticos que hemos escogido para liderar el país. Sin ningún tipo de animadversión y con afán de crítica constructiva: Jordi Pujol y el pujolismo, que han dominado la escena política catalana desde el año 1980, han sido nefastos para Cataluña. Los siete años de los tripartitos fueron, en resumidas cuentas, una «jaula de grillos». Artur Mas es el «octavo hijo» de Jordi Pujol y el presidente Carles Puigdemont es el «sobrino».

La paradoja es sangrienta y cruel: Cataluña es un país rico, tenemos los impuestos más altos del Estado español y la Generalitat está arruinada. En una democracia consolidada y europea, hablar de colonialismo y de expolio es, directamente, una «boutade». El problema es que hemos tenido y tenemos unos dirigentes políticos que no saben «leer» el contexto geopolítico y que no saben negociar. En el mundo occidental, y desde hace siglos, la política es el arte de la negociación. Tanto que presumimos los catalanes de nuestras habilidades comerciales y, a la hora de aplicarlas a la praxis política, hemos demostrado que somos un desastre.

El catalanismo, para progresar, tendría que haber adoptado una estrategia «soft», basada en la paciencia, la inteligencia y la mancha de aceite. Sin hacer aspavientos ni desafíos estériles, a buen seguro que los resultados tangibles serían mucho más positivos. La evolución del pujolismo –empujado por las urgencias judiciales del ‘clan’ y del partido- ha llegado a la fase actual de «independencia o nada». El capítulo siguiente ya está escrito: frustración, impotencia y desengaño de quienes han hecho de la estelada el objeto sagrado de sus ilusiones.

Por primera vez en la democracia española hay una coyuntura política que nos es muy favorable. En todos los territorios de la antigua Corona de Aragón –el marco referencial de nuestro espacio económico y cultural- hay gobiernos autonómicos predispuestos a colaborar abiertamente con Cataluña desde el respeto mutuo y la igualdad. En Zaragoza, en Valencia, en Palma de Mallorca y en Perpiñán tenemos presidentes amigos que quieren que trabajemos juntos. Siempre, claro está, que abandonemos la obsesión infantil del independentismo y actuemos de manera adulta. ¡En vez de construir puentes, nos dedicamos a dinamitarlos!

Ya no estamos en el siglo XIX. Los paradigmas han cambiado. Confortablemente instalados en la Unión Europea, sólo hay un proyecto político alentador, viable y factible: la construcción de la Euroregión con los territorios vecinos que impulsó el ex-presidente Pasqual Maragall y que, desgraciadamente, ha quedado en vía muerta. En el proceso de globalización, no sólo cuenta el PIB. La demografía es un factor determinante. Los 21 millones de habitantes que reúne la Euroregión Pirineos-Mediterráneo, a la cual se podrían añadir perfectamente Aragón y la Comunidad Valenciana, somos, ahora sí, una potencia europea con peso específico.

Hay dos proyectos políticos confrontados: la independencia (tensión, conflicto, ruptura, incertidumbre, exclusión, división) y la Euroregión (cooperación, reencuentro, entente, futuro). Bruselas no sólo reconoce las euroregiones, las promueve y las incentiva. Bruselas nunca aceptará ni reconocerá la independencia de Cataluña para no crear un precedente jurídico que pueda servir de excusa a las tentaciones secesionistas, alentadas por el populismo, de otras regiones europeas.

Autodestruida Convergència, la cuestión es ahora Esquerra Republicana, convertida en el nuevo «eje» del nacionalismo catalán. ¿Continuará haciendo de «monaguillo» del pujolismo y jugando irresponsablemente al independentismo folclórico que nos lleva a un callejón sin salida? ¿O bien se hará mayor y optará, finalmente, por independizarse de su «padre político» y aceptar las reglas de juego europeas? ¿De qué sirvieron las largas estancias pagadas de Oriol Junqueras y de Raül Romeva en Bruselas, cuando eran eurodiputados? ¿No entendieron nada? Si tanto quieren a Cataluña ¿por qué quieren matar el proyecto del espacio catalán y el legado de Jaume I? ¡Este sí que lo tenemos a tocar!

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