Las palomas también maman

De verdad, catalanes: nos lo tenemos que hacer mirar. ¿Es éste el modelo de país, de administración y de gobierno que queremos? Hemos permitido que la Generalitat se haya acabado convirtiendo en una enorme «repartidora» que cada año dedica de manera alegre e irresponsable centenares de millones de euros en pagar subvenciones que no tienen ni pies ni cabeza y que sólo sirven para engordar, todavía más, una corte de estómagos agradecidos que, obviamente, cantan las alabanzas del «derecho a decidir», del «Estado propio», de la «independencia» y de lo que haga falta (ya se sabe, quien paga manda).

Aquí cobra de la «ubre pública» todo el mundo que, desde la plaza de Sant Jaume, interesa que cobre: sindicatos, patronales, medios de comunicación y órdenes religiosas; asociaciones de comerciantes, entidades culturales, folclóricas y deportivas; abogados, fundaciones, editoriales y asociaciones empresariales; teatros, cines, ferias y fiestas para todos los gustos, etc. No hay ningún otro país de la Unión Europea donde, subrayo, se produzca un derroche en chorradas tan descomunal como el que tenemos en Cataluña.

El gobierno de la Generalitat se comporta como si fuera el de Noruega, que tiene en el petróleo una importantísima fuente de ingresos. Aquí, nuestro «petróleo» es el turismo y una mano de obra, en su mayoría de origen inmigrante, a la que explotamos de manera inmisericorde.

Desde hace años, los catalanes criticamos –en voz baja, pero muy audible- la vergonzosa práctica de la subvención y del subsidio que impera en Andalucía. Pero la radiografía de la actividad subvencionadora de la Generalitat, identificable gracias al DOGC y a la Ley de transparencia, supera, por su alcance y su capilaridad, todos los límites conocidos. Acabamos de tener el último ejemplo en la publicación de las ayudas que ha repartido el Consejo Catalán del Deporte: incluso «mojan», con todos los respetos, la Federación Catalana de Palomas Deportivas (22.060 euros) y la Federación Catalana de Palomas Mensajeras (19.000 euros).

La función de un gobierno no es conceder subvenciones. El dinero público es un bien sagrado que se tiene que administrar con una responsabilidad extrema y que se tiene que destinar, prioritariamente, a la gente que lo pasa mal y a la dinamización de la actividad económica para que cree nuevo empleo. La subvención es la antítesis del espíritu emprendedor. Mata la creatividad y la sana competitividad. Conforma una sociedad mantenida, «fofa» y abúlica. Y este es el mal de raíz que infecta el «alma» catalana de hoy.

De un lado, tenemos un pueblo que sufre miseria y precariedad en silencio y que no espera nada de la clase política. Del otro, un sector empresarial que ya se ha acostumbrado a ir por libre y a buscarse la vida, mande quien mande. Y, por encima, una superestructura gubernamental que, con la manguera del dinero público, tapa bocas, compra voluntades y se autoadjudica unos sueldos estratosféricos con la única prioridad de perpetuarse en el poder.

Más allá de la independencia, en Cataluña tenemos grandes debates pendientes. La racionalización de la administración, por ejemplo. Es un disparate que hoy un ciudadano de Barcelona soporte siete niveles de administración: el Ayuntamiento, el Consejo Comarcal, el Área Metropolitana, la Diputación, la Generalitat, el Gobierno central y la Comisión Europea. O la gravísima contaminación de nitratos que provoca el poderoso ‘lobby’ de la industria cárnica: en Cataluña hay 6,8 millones de cerdos y se sacrifican cada año más de 19 millones de animales en los mataderos. ¿Qué pasará con las autopistas de peaje, que empiezan a caducar la concesión a partir del año 2019, y con las centrales nucleares, que acaban la concesión a partir del año 2021?

Pero estos grandes debates quedan sistemáticamente escondidos a la sociedad catalana, que vive instalada en la inopia. Sin miedo a equivocarme puedo decir que casi todos los periodistas-opinadores y casi todos los intelectuales que aparecen en los grandes medios de comunicación catalanes que -es así- marcan la agenda y focalizan las supuestas prioridades del país están a sueldo, directa o indirectamente, del poder político que les subvenciona el altavoz. En Cataluña vivimos, teóricamente, en un marco de democracia y libertades, pero la Generalitat, por una insana pulsión de control totalitario, no duda en censurar y manipular todo aquello que «no toca».

Este perverso esquema de gobernanza está secuestrando nuestra vitalidad y nos liquida como pueblo. La paradoja es chocante: vivimos en un territorio geoestratégicamente privilegiado; tenemos buenas universidades y escuelas de negocios (caras); tenemos buenas infraestructuras (siempre mejorables); tenemos una legión de empresarios de éxito y un tejido productivo muy perspicaz; tenemos unos ayuntamientos ordenados y, en general, bien administrados… y tenemos una Generalitat absolutamente arruinada y ahogada por las deudas. Es decir: hay dinero, pero la gestión de las competencias que tiene asignadas el gobierno catalán es horrorosamente mala, tanto por el lado de los ingresos como por el de los gastos.

Acabar con las subvenciones discrecionales que se malgastan en solemnes tonterías o que sirven para mantener artificialmente estructuras innecesarias liberaría un enorme volumen de recursos económicos que, sin duda, ayudarían a paliar –sin demagogia- la emergencia social y la cohesión de una comunidad catalana más próspera, justa e igualitaria. Los Presupuestos para el 2016 que el vicepresidente de Economía y Hacienda, Oriol Junqueras, está «cocinando» tendrían que espolear la construcción de un modelo alternativo al de la Cataluña subsidiada y narcotizada que nos ha legado el pujolismo/masismo.

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