La cuarta carlistada

Los catalanes -todos- somos víctimas de una regresión. En un mundo interconectado y dinámico, donde Internet y la aviación comercial borran fronteras, nos encaminamos a toda pastilla hacia una nueva civilización, mezcla de razas y de pueblos, de lenguas y de costumbres. ¿Cómo será el planeta en 2100? ¿Y en el 2500? En todo caso, la humanidad avanza, en un «melting pot» global, hacia su fusión total. ¡Ya era hora!

En clave darwinista, si la función hace el órgano, debemos inferir que los adelantos tecnológicos nos encaminan a una organización social diferente, donde el factor aglutinador local/nacional quedará progresivamente diluido en favor de nuevas comunidades virtuales, integradas en red, de individuos de no importa qué lugar con intereses comunes (la profesión, los estudios, los estilos de vida, las preferencias culturales, las modalidades de ocio, las afinidades espirituales…). Las patrias están superadas y pasadas de moda. El nacionalismo es un concepto político que ha cumplido su función histórica y que, debemos admitirlo, llevado al extremo ha tenido dolorosos efectos perversos.

No debemos confundir la patria con la administración. Las personas que compartimos un mismo espacio geográfico (pueblo, barrio, ciudad, región o estado) necesitamos unos servicios comunes de calidad que, en el actual sistema capitalista, sufragamos mediante los impuestos y las tasas. Para dirigir la administración elegimos, democráticamente, a nuestros representantes políticos, a partir de los programas y las prioridades que nos proponen las diferentes opciones partidistas. Al fin y al cabo, la ley más importante que aprueban cada año los parlamentos es la de los Presupuestos.

¿Cómo debe ser administrado el Estado español? ¿Sería más práctico un sistema fiscal donde cada comunidad recaudara los impuestos? ¿Cómo se tiene que regular y controlar la solidaridad entre las regiones más ricas y las menos desarrolladas? ¿Para hacer más ágil y eficaz la justicia, hay que dar más capacidad decisoria a los tribunales territoriales? ¿Qué competencias tiene que asumir la administración central y cómo se sufragan? ¿Cómo se tiene que articular la defensa de los intereses particulares de las comunidades autónomas ante las instituciones de Bruselas? Estas son las cuestiones civilizadas y palpitantes que hay que debatir a fondo, actualizando la Constitución.

Formamos parte de la dimensión europea, con 500 millones de habitantes, a la cual hemos transferido buena parte de las antiguas soberanías estatales, entre las cuales la emisión de moneda y la Defensa. El bloque será cada vez más importante que las partes. Este es un hecho histórico irreversible. Si dinamitamos el edificio, se hundirá y nos caerá encima, porque formamos parte de él. El neonacionalismo es la goma-2 que puede hacer volar el proceso de construcción de los Estados Unidos de Europa.

En este contexto, un puñado de catalanes -que dicen y creen que representan a la mayoría- salen reclamando la independencia y la creación de un nuevo Estado-nación. Aquí hacemos mucho ruído, pero con los ojos de fuera lo ven como una insensata frivolidad en la cual todos, el conjunto de europeos, podemos salir contusionados. Otra cosa sería, por ejemplo, si el Estado español y Portugal decidieran fusionarse para crear una nueva entidad política o si Catalunya compactara la Euroregión con Aragón, las Baleares, el País Valenciano, el Midi-Pyrénées y el Llanguedoc-Roussillon. En la dinámica de la Unión Europea, todo lo que suma es bueno y todo lo que divide es contraproducente. Las naciones tradicionales se están difuminando y esta tendencia irá «in crescendo» en los años a venir. Quedarán las lenguas y las selecciones deportivas.

Catalunya tiene todas las condiciones para ser una «no-nación» de vanguardia, como ya son «no-naciones» Holanda, Bélgica, Austria, Suecia, Dinamarca… Tenemos una alta penetración de las nuevas tecnologías, una excelente conexión aeronáutica y, a-for-tu-na-da-men-te, una sociedad muy diversa y mezclada: inmigrantes españoles de primera, segunda y tercera generación, inmigrantes magrebíes, pakistaníes, chinos, subsaharianos, rusos, europeos comunitarios…

En este sentido, que el Partido Carlista de Catalunya se haya apuntado públicamente a la canción del «derecho a decidir» me parece altamente significativo. Actualmente, los carlistas son marginales, pero las raíces del nacionalismo catalán -como las del vasco- hay que buscarlas en las tres guerras carlistas del siglo XIX. Que el viejo espíritu carlista, ahora con la estelada, centre el debate político de la Catalunya del siglo XXI es un anacronismo sentimental, pero desubicado en el impulso globalizador de la Humanidad.

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