España: entre el infantilismo y el terror

He visto unas cuántas películas de terror en las cuales se utilizan como recurso musical las tonadas infantiles, con el propósito de enmascarar un horror que el espectador angustiado anticipa con temblorosa expectación. Escuchas aquellas cándidas melodías y prevés que algo terrible aparecerá en pantalla. La combinación de ingenuidad pueril y violencia sangrienta siempre me ha estremecido.

 

Todavía conservo fresco en la memoria el día que el cazador de elefantes compareció ante los medios, apoyándose en unas muletas, como un niño que no ha roto nunca un plato. Se dirigió a la cámara y con una mirada de ‘Calimero’ se disculpó por el entuerto de Botsuana: «Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a suceder.» Aquí se acabó la historia porque la Constitución siempre le ampara, como un padre que malcría deliberadamente a sus hijos. La fingida candidez de Borbón pone los pelos de punta porque sus excentricidades son de padre y muy señor mío. Desgraciadamente, no es el único licenciado en «rostrologia ibérica» que ha empleado este recurso fácil para tapar las incontables miserias causadas y salir completamente indemne.

 

Podemos mencionar, por ejemplo, el papelón de Rajoy en la reciente comparecencia en el Senado. Además de generar un trending topic mundial por los reiterados «fin de la cita» también ha entonado un ligero mea culpa, cuando ha admitido la confianza ciega que tenía en Luis Bárcenas. Resulta que el extesorero del PP era un hombre de su plena confianza, que lo engañó vilmente. El candoroso presidente del Gobierno, pobre alma angelical, desconocía el tráfico de sobres. Los ciudadanos no podemos pedirle que asuma las consecuencias, si él sólo pecó de exceso de credulidad. Análogamente, en Convergència i Unió (CiU) todo el mundo ignoraba las oscuras martingalas que se tramaban entre el Palau de la Música, Ferrovial y la Fundación Trias Fargas.

 

Narcís Serra y Adolf Todó, por su parte, se desmarcan con argumentos igualmente banales de la hecatombe de Caixa Catalunya. Otro hombre fuerte de la entidad bancaria, Josep Maria Loza, percibió una generosa suma de dinero -alrededor de diez millones de euros- por su despido. En el Parlament, le preguntaron si pensaba devolverlos y la respuesta fue antológica: «¿Devolver el dinero? Es una posibilidad, ya lo veremos».

 

Esta puesta en escena, carecida del más pequeño deje de madurez, no nos tiene que hacer olvidar del pavoroso backstage en el cual malvivimos los ciudadanos. La actualidad nos da muestras constantes de las consecuencias que se derivan de la falta de madurez. Setenta y nueve personas perdieron la vida en el espantoso accidente de Santiago de Compostela y cerca de cien cincuenta resultaron heridas. Esto sin mencionar el trauma de los familiares, que tendrán que luchar sin descanso para conseguir que se haga algo cercano a la justicia. La respuesta mediática se asemeja demasiado a la de tragedias similares, vividas en el Estado español durante las últimas décadas.

 

En el relato del drama predomina el morbo y el foco de atención se centra principalmente en la negligencia del conductor. Nada hace pensar que haya ninguna prisa para depurar responsabilidades políticas. No se actuará con la diligencia que se procedió para desalojar las trescientas personas que vivían a las naves del Poblenou. No me quiero ni imaginar el miedo que debían de experimentar cuando vieron las decenas de furgonetas y los centenares de agentes que participaron en el operativo policial. Ahí no se notaron los recortes porque, si los vampiros quieren seguir chupando nuestra sangre, el terror se tiene que mantener con agrado o a la fuerza. Cómo en los versos de Gil de Biedma, este es el único argumento de la obra.

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