La Venus del calimocho

Las noticias vienen y se van como las olas del mar en la playa. Si la actualidad había escrito unas cuántas rayas en la arena, el agua se encargará de borrarlas y bien pronto se podrán leer otras palabras, tan efímeras como las anteriores. Los Sanfermines de este año han abocado a la arena el dibujo de una mujer, que lleva los pechos descubiertos. Cerca se percibe una pandilla de machos ebrios de vino y sedientos de pecho, que hacen piña alrededor de la Venus del calimocho y prueban de manosear tanta carne como pueden. Con el fin de analizar la delicada estampa, se ha hablado del abuso del alcohol, de la supuesta legitimidad que otorgan las fiestas y del anonimato que confieren las multitudes.

 

El aspecto que me ha llamado más la atención ha sido la polémica que ha generado el rostro de felicidad de algunas chicas, supuestamente encantadas de exhibir su torso desnudo y permitir que lo manoseen. No comulgo en absoluto con la idea perversa que ellas excitan deliberadamente la audiencia masculina, pero tampoco me trago el rancio argumento que mostrar los pechos es un acto de libertad. Un debate que, por otro lado, también se ha abierto con las activistas ucranianas ‘Femen’. En las fotografías publicadas en la prensa, no he visto figuras que se encuentren fuera del canon de belleza socialmente impuesto. ¿Por qué no osan enseñar los pechos las mujeres de edad avanzada, por ejemplo? Pienso que esta obsesión para desnudarse, al margen de los factores mencionados más arriba, no tiene nada que ver con la liberación, sino que está relacionada con la cosificación sexual femenina. Tal como sostienen Fredrickson y Roberts, dos autoras que estudian los efectos de la socialización del género, las mujeres podemos interiorizar la mirada del observador externo, en aquellos contextos donde se nos trata como objetos, lo cual provoca problemas psicológicos diversos, como por ejemplo la baja autoestima. En mi opinión, no queda nada claro si el hecho de sacarse la camiseta responde a una auténtica voluntad de hacerlo o bien al deseo de satisfacer las demandas más o menos explícitas del entorno.

 

En la misma línea, me ha interesado la comparación que se ha establecido entre el aumento de los abusos cometidos en Pamplona y las violaciones de la plaza Tahrir del Cairo. A pesar de que pueda parecer una analogía exagerada, encuentro necesario recordar que, en Egipto, las agresiones se dispararon a partir de la década de los setenta, cuando los corrientes fundamentalistas empezaron a promover la cosificación de la mujer, a través de la obsesión para ocultar hasta el último milímetro de su anatomía. Paralelamente, se les cerraba la puerta en ámbitos sociales en los cuales habían sido pioneras en el mundo árabe. Esta deshumanización progresiva de la mitad de la ciudadanía es la antesala de la violencia machista y está estrechamente vinculada a la pérdida de derechos laborales.

 

Si no formamos parte de los órganos de decisión de las empresas ni tampoco percibimos el mismo sueldo para realizar un trabajo idéntico es más sencillo que nos contemplen como simples objetos, destinados a satisfacer la mirada y el deseo del otro. En nuestro país, sólo hay que hacer un rato de zapping para darse cuenta de qué manera los medios de comunicación contribuyen a la transmisión de este rol. En el marco de la política de austeridad, tampoco podemos obviar que las tijeras nos han cortado las alas de forma preocupante, tal como se denunció el último 8 de marzo. Si alguien nos puede hacer salir de este agujero indigno, por supuesto, no serán los acosadores cobardes, pero tampoco ayudarán las Venus del calimocho. Antes de sacarse los sujetadores, quizás que se lo piensen dos veces.

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