Odio a España

Los catalanes somos prisioneros de nuestra historia. Hay fechas que parecen marcar a fuego nuestra existencia y que determinan nuestro presente: 1640, 1714, 1939, 2017, 2019… Estamos hablando de derrotas que, supuestamente, tienen que proyectar nuestra actitud ante la vida y que nos hablan de oprobio, de odio, de resentimiento y de venganza contra España (los españoles) y Francia (los franceses) y, por extensión, contra la Comisión Europea y el mundo mundial.

Pero esto no siempre ha sido así. Hay otros hitos en la historia de Cataluña que nos han llenado de ilusión y de esperanza. Por ejemplo: el matrimonio, en 1150, de Ramon Berenguer IV con la reina Petronila de Aragón, que significó el fortalecimiento y la expansión del condado de Barcelona; el matrimonio, en 1469, del rey Fernando II de Aragón con la reina Isabel I de Castilla, que culminó la Reconquista y nos abrió la dimensión atlántica y americana; la proclamación de la I República española (1873) y de la II República (1931); el retorno en loor de multitudes del presidente Josep Tarradellas (1977); la aprobación del primer Estatuto de Cataluña (1979)…

El estigma que arrastramos los catalanes que somos un pueblo marginado y perseguido no es cierto. Depende de los ciclos y de las coyunturas históricas. El régimen de libertades democráticas que tenemos desde la aprobación de la Constitución española del 1978 y de la entrada en la Unión Europea (UE), en 1986, es una ventana de oportunidades que no hemos sabido aprovechar para fijar nuestro lugar en el mundo y encarar el futuro con seguridad, ambición y confianza.

¿Puede devenir Cataluña un Estado independiente? Hipotéticamente, sí. Pero ya sabemos que esto significaría nuestra exclusión de la UE y quedar rodeados por fronteras y aduanas (por tierra, mar y aire) que estrangularían nuestra actividad económica y comercial, que es fuertemente dependiente de España y de Europa.

Continuar focalizando y quemando energías en la secesión del Estado español es un mal negocio que, además, provoca anticuerpos que nos perjudican, como hemos constatado en las recientes elecciones en los territorios hermanos de la Comunidad Valenciana y las Baleares. Por consiguiente -lo aceptemos o no, nos guste o no-, nuestro horizonte temporal pasa por continuar formando parte del Estado español y de la UE, que no necesariamente tiene que ser algo execrable y negativo.

En vez de despreciar y rechazar, sistemáticamente, todo lo que pasa y viene de poniente es mucho más inteligente y práctico involucrarse a fondo para intentar incidir y sacar provecho para el bienestar de Cataluña. Esta estrategia de colaboración y de imbricación con España es la que usaron nuestros antepasados con éxito en otros momentos de la historia.

¿Qué habría sido del condado de Barcelona sin el matrimonio de Ramon Berenguer IV con la reina Petronila de Aragón? ¿Y sin el matrimonio de los Reyes Católicos? Muy probablemente, Cataluña habría acabado siendo hoy un departamento más de la República francesa, sin Estatuto de Autonomía, sin autogobierno y con la lengua catalana minorizada y residual.

Durante sus 23 años de mandato, Jordi Pujol siempre se opuso radicalmente a la participación de CiU en los gobiernos de España y optó por “mercadear” su apoyo parlamentario, ya fuera con la UCD, el PSOE o el PP. Esta manera de hacer –la táctica del “peix al cove”- propició algunos réditos tangibles para Cataluña, pero, a la vez, creó una sensación permanente de desconfianza y distanciamiento entre Madrid y Barcelona, que el “proceso” acabó de profundizar y de romper.

Contrasta esta actitud “fenicia” de Jordi Pujol con otros momentos históricos que hemos vivido. Por ejemplo, los catalanes Joan Prim, Francesc Pi i Margall, Estanislau Figueras… tuvieron un protagonismo determinante en la Revolución del 1868 y en la proclamación de la I República.

Francesc Cambó (Lliga Regionalista) sobresalió en el arte de la negociación con Madrid y fue ministro de Hacienda y de Fomento durante el reinado de Alfonso XIII. Destacados dirigentes de Acció Catalana y de Esquerra Republicana de Catalunya –Lluís Nicolau d’Olwer, Jaume Carner, Lluís Companys, Carles Pi i Sunyer, Joan Lluhí i Vallescà, Jaume Aiguadé…- participaron, de manera activa y permanente, en los gobiernos progresistas de la II República.

España no tiene que darnos miedo. Podemos jugar a destruirla, sabiendo que todos saldremos perdiendo. Pero también podemos optar por involucrarnos activamente en su gobernabilidad y promover, desde el poder central del Estado, reformas para fortalecer y mejorar el edificio común y la población que lo habita, sabiendo que esto es bueno para todos.

En las conversaciones e incipientes negociaciones políticas que se están desarrollando estos días posteriores a las elecciones del 23-J constato una falta de valentía y de decir las cosas claras y por su nombre. Si creemos que la fórmula PP-Vox es una regresión y una calamidad, no hay otra alternativa que apostarlo todo por la investidura y la estabilidad de un gobierno presidido por Pedro Sánchez.

Ya sé que el “sudoku” para conseguir la mayoría de los 176 diputados es muy complicado y casi imposible, en especial por los siete escaños que controla Carles Puigdemont. Pero hay que continuar trabajando e insistiendo en la evolución de España, para que sea un Estado realmente federal donde se reconozca y respete la pluralidad de sensibilidades y de sentimientos de pertenencia.

Para lograr este objetivo, hay que encarar las negociaciones para la investidura con espíritu abierto y participativo. Conscientes que ésta es una gran oportunidad para avanzar, paso a paso y con mucha tarea didáctica, en el perfeccionamiento de los mecanismos de gobernanza del Estado y en la vertebración de una sociedad más igualitaria y solidaria.

La complicidad del PSOE y de Sumar con los partidos nacionalistas/independentistas (ERC, JxCat, EH Bildu, PNV y BNG) tiene que permitir que compartan responsabilidades, no solo en la Mesa del Congreso, sino también en el Consejo de Ministros. La presencia de ministros catalanes –no solo del PSC- en el próximo gobierno sería una expresión inequívoca de esta voluntad de entendimiento y de cambio.

Las relaciones entre Cataluña y España han fluctuado, históricamente, en clave de amor y en clave de odio. Es momento de dar una nueva oportunidad al amor, que es fuente de vida, de crecimiento y de alegría compartida.

El gran problema que tenemos es que el corazón de Carles Puigdemont está corroído por el rencor y el espíritu de venganza. Confunde su peripecia personal con el conjunto de la sociedad catalana y esto le obnubila la inteligencia política: en las pasadas elecciones generales, JxCat obtuvo el 11% de los sufragios en Cataluña. 

 

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