¿Cambio climático? Guerra contra el clima

Cuentan que Salvador Espriu, el 1959, ante el mar de Dènia, exclamó: “Hay una mala baba cósmica…”. Y debe ser cierto: palabra de poeta. Si entonces, la “mala baba” ya era “cósmica”, ahora ¿cómo lo tenemos que definir? Sin necesidad de retroceder a Adán y Eva, la “mala baba” se complica y se amplía a partir de la Segunda Guerra Mundial, cuando la ciencia de los bloques ganadores (EE. UU. y URSS) se aplica a una tecnología dominada por los sectores militares, industriales y financieros, con amplias repercusiones sociales: de la energía a la agricultura, de las grandes ciudades a los transportes y, en fin, de la explotación de la naturaleza a las comunicaciones, contando la militarización del espacio y la uniformización cultural y psicológica de los valores humanos locales más diversos.

El amplio proceso de expropiación –por parte de los estados y de los grandes grupos monopolistas- de la pequeña propiedad privada y de la apropiación de sus recursos (agrarios, talleres industriales y comercios familiares), junto con la consecuencia de la emigración rural y, después, de la inmigración general (producto de guerras y del mismo trato espoliador al Tercer Mundo), hacen de las capitales monstruos urbanos, el lugar ideal previsto por los dilapidadores de la riqueza natural del mundo: de los árboles al agua, del aire a la tierra, del fuego que calienta al incendio que devasta todavía más, de la persona arraigada a una humanidad enferma y, en fin, del remedio barato que cura ( y no interesa que sea barato ni que cure) a los conglomerados químicos que perpetúan las tensiones en la tierra y la gente.

Pero se ve que no había suficiente de tensar la cuerda hasta aquí. Durante los años setenta y ochenta del siglo XX –consolidando el globalismo neoliberal-, se pone en marcha el llamado Nuevo Orden Mundial, que culmina en el desorden actual, donde el saqueo de los recursos naturales (y humanos, con las migraciones masivas) ya es también global –y despiadado-, como hemos comprobado en lo que llevamos del siglo XXI. Durante estas dos décadas, los sistemas generales (con tanta repercusión en los locales) de extorsión, secretismo, alteración de la realidad y engaño, se han elevado a un grado que parecía inimaginable, pero que vamos sabiendo que es real, a pesar de la trama de ocultamiento de los poderes haciendo ver a las sociedades que, por ejemplo, el “cambio climático” es culpa de ellas, prescindiendo de las muchas causas que han ocasionado el descalabro presente.

Esto lleva a poder decir que la realidad biológica, atmosférica, radioeléctrica y humana está profundamente alterada, que la alteración no es casual y que, el hecho de pensarlo así, no corresponde a que quien lo piensa sea adicto a la enfermedad de ver conspiraciones por todas partes. Porque, lo que ya parece cierto -después, tirando corto, de más de dos siglos de mal desarrollo económico-, es que el molde del llamado “progreso humano” no tiene nada que ver con lo que entendemos por vida.

Primero nos adoctrinaron con el “desarrollo sostenible”, después, en los 90, nos advirtieron del “cambio climático” que llegaba, pero silenciando hechos que la gente empieza a saber, como el uso de la geoingeniería para modificar el clima -como la dispersión por la aviación de aerosoles que contaminan la tierra y afectan a la salud, que ya se usó en el Vietnam- y que tiene como consecuencia la capacidad de desencadenar todo tipo de desórdenes climáticos: grandes inundaciones o descargas eléctricas para deshacer nubes y provocar sequías. En paralelo a la infusión de digitalización y de Inteligencia Artificial, empezamos a echar de menos lo básico, el agua, por ejemplo, que ya cotiza en bolsa por su “derecho de uso” y que, como la energía y la tierra, está siendo acaparada por grandes fondos especulativos, los mismos que compran enormes fincas urbanas, desahuciando a la gente, o agrarias, masificando las renovables, como pasa en Lleida, el Ebro o Aragón.

Del mismo modo, habiéndose deteriorado los regímenes pluviométricos habituales de cada estación –en buena parte, aunque no se reconozca, debido a las partículas metálicas que dispersa la aviación-, las hidroeléctricas que gestionan los pantanos no parecen poder justificar –a pesar de decir que la causa es que no llueve- la disminución radical de agua embalsada, de un año a esta parte, si no es por el vaciado que han hecho aprovechándose del elevado precio de venta del gas. Así, también con los incendios, se acaba de arruinar al campesinado. En 2022, en Asturias lo tenían claro: “No arde, la queman”.

Todos a comprar a Marruecos…

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