Tiempo de escorpiones ( y de gallos)

En los 6 meses que llevamos del año 2023 han sido asesinadas en España 25 mujeres; mientras  escribo esto, tres mujeres lo han sido en los dos últimos días. 25 mujeres privadas injusta y cruelmente de vida. No son simples estadísticas, no pueden serlo por más que a menudo parezca que sólo nos lo tomamos así. En 2022, 36.644 mujeres han sufrido violencia de género o violencia machista para ser precisos, y eso serian solo los casos denunciados. Esa cifra indica  que 1,5 de cada 1000 mujeres de más de 14 años la ha sufrido. 49 de ellas, además, fueron  asesinadas por sus parejas o exparejas, “sus” hombres en definitiva. Es verdad que la cifra va disminuyendo desde que disponemos de políticas activas contra la violencia machista al mismo tiempo que la conciencia ciudadana respecto a dicha violencia va en aumento, lentamente, pero va en aumento. Sin esta  conciencia, erradicar la violencia sería una tarea aún más difícil de lo que ya es. Imposible saber cuantas mujeres, las miles y miles de mujeres que a lo largo de la historia de la Humanidad han sido  privadas de vida de esta manera cruel, absurda e injusta, cuantas lo están siendo ahora mismo en  todo el mundo, en todos los continentes y en todas las culturas, pero la literatura y la música así como la pintura, a través de la mirada de los hombres, han dado cuenta de estos crímenes abyectos revistiéndolos de un aura tan excelsa y “romántica” como absolutamente naturalizada. Está costando mucho erradicarla en todas sus formas, desde las más leves y cotidianas (pero no menos destructivas) hasta las más violentas y definitivas. Demasiado arraigada, demasiado interiorizada, demasiado justificada culturalmente. De hecho, es en esencia una cuestión de poder, de control de una mitad de la humanidad, los hombres, sobre la otra, las mujeres. De ahí las resistencias.

La toma de conciencia colectiva resulta pues determinante en la lucha para erradicar la violencia machista tanto como es también indispensable el papel de las instituciones públicas para combatir con éxito esta violencia tan arraigada.  Es en este punto donde se encienden todas las alarmas. Un partido de extrema derecha como Vox entrando ya en las instituciones de la mano de un PP acomodaticio y sin ascos a todo lo iliberal, decididos ambos no solo a abandonar esa lucha si no a negar la premisa: la violencia ya no sería de género o “machista” (el agente) sino difuminada como “intrafamiliar” (el espacio). Designarla como intrafamiliar tiene dos efectos, uno, amplía los  posibles agentes de la violencia, cualquier miembro de la familia, en un batiburrillo confuso que quiere ocultar que son las mujeres las que  reciben año tras año como víctimas  las medallas de oro, las de plata y las de bronce. El segundo efecto, tanto o más importante en la intención, es que se elimina del marco mental social, pero también en el de los mismos hombres, su responsabilidad  en esta violencia y, por tanto, su indispensable implicación para la solución del problema. El lenguaje es performativo, nunca inocente, lo sabemos. En el pasado estos crímenes eran calificados de “pasionales” y ya se sabe, hay humanos incapaces de controlar sus pasiones y estando como estaba  ese impulso en el orden natural de las cosas y así había sido siempre.

Las intenciones son claras, ya no son sospechas de lo que puedan o no hacer esta gente de Vox. Allá donde han entrado condicionan políticas eliminando concejalías y consejerías de igualdad u otras socialmente necesarias. Así lo han hecho en los municipios y autonomías donde, de la mano del PP, han conseguido entrar y condicionar el Gobierno. Como en la fábula del escorpión y la rana, por si no nos habíamos dado cuenta, sencillamente, porque está en su  naturaleza. Ahora estamos en puertas de unas elecciones  generales, tengo pocas dudas de lo que votarán los  incels, los cuñaos y los  “ésto lo arreglaba yo en dos patadas”, pero, antes de que sea demasiado tarde o porqué se está haciendo cada vez más tarde aquí y en Europa, debemos pararnos a pensar para extraer después las consecuencias y actuar como ciudadanos conscientes de los riesgos. En definitiva, porque la ciudadanía, la condición de ciudadano,  es sobre todo una responsabilidad más que un privilegio.

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