Vergüenza

Se va la Semana Santa, con todas estas procesiones, encapuchados, penitentes, legionarios, cabras y banderas a media asta llorando la muerte de un tal Jesús y yo no puedo evitar sentir más vergüenza por tener pasaporte español. Cada año, cuando llegan estas fechas envidio más que nunca a mi amiga Sandra, que en función del lugar y del momento se aprovecha de su doble nacionalidad para ahorrarse el mal trago de hacer el ridículo ante el ojo escrutador del policía del aeropuerto de turno. Nunca he entendido esta devoción enloquecida por una muñeca gigante vestida con más euros de los que yo gano en un año y me irrita que el presentador del informativo abra las noticias recordando que es domingo de gloria, como si eso quiera decir algo.

Son estos días cuando el tufo a naftalina y a cerrado que me llega del oeste se hace más intensa sometiendo mi pituitaria a un particular calvario. Las pálidas figuras salen dando tumbos a recorrer esta piel de toro de peinetas y mantillas negras cada día más hundida en el pozo de la intransigencia para recordarme que por mucho que vayamos de modernos, en realidad somos un país de siervos que nunca ha salido de la ignorancia. Me provoca un gran estupor ver el gobierno de un Estado aconfesional llorando como magdalenas cuando los legionarios entonan sus cantos siniestros. A mí me hace llorar de emoción la música de Bach, la pintura de Klimt, el olor de un bebé y el perfume de la ginesta, pero cada uno llora como sabe, igual que muere como puede.

En otra vida me tocó ir a Ceuta para informar del ridículo conflicto entre la España aznarista y Marruecos por una roca en medio del mar donde solo pastaban las cabras. Fueron unos días de grandes aprendizajes y no solo porque tuve la suerte de visitar Perejil a bordo de una fragata, sino porque tuve unas cuantas epifanías que no fueron provocadas por el perfume a hachís que me llegaba de la periferia. La primera fue en la iglesia de Nuestra Señora de África cuando escuché al cura exaltando la patria y la sangre. La segunda me vino sentada en un banco donde me recuperaba del mareo provocado por la surrealista visita al Museo de la Legión, donde puede ver una mancha de sangre de un Franco ya agonizante y lo imaginé volviendo a la vida en forma de clon.

Entonces escribí que la imagen de una España europea era solo un espejismo y que si rascabas la fina capa de pintura de modernidad lo que encontrabas era el óxido de la infamia. La imagen real, la que me hería la piel, era la de un país anclado en el glorioso pasado franquista de sotanas, tricornios, represión y fanatismo religioso. Yo me sentía en Ceuta como una extraterrestre. No me identificaba ni con los hombretones que se paseaban de uniforme con el crucifijo al cuello y el arma en la cadera, ni con la tetera que presidía una de las muchas rotondas de la colonia. Donde encontré consuelo fue conversando con las niñeras magrebís y con los camareros gaditanos que me llenaban el plato de pinchos morunos porque decían que comía poco. Con el joven taxista de El Príncipe que me enseñó el lugar de donde salían las pateras, la doble valla de la frontera y el centro de internamiento para inmigrantes volví a sentir vergüenza. Igual que cuando vi a las abuelas que atravesaban el paso del Tarajal dobladas por el peso de los fardos y tratadas como bestias por la policía.

Aquella sensación de vergüenza por ser española y no holandesa no me desapareció nunca del todo y regresa cada Semana Santa con un regusto ácido como de alioli mal digerido. Por eso, siempre aprovecho estas fechas oscuras para salir a ver un poco de mundo con mi pasaporte de ciudadana española quemándome en el bolsillo. Lo hago para huir de penitencias y gobiernos intransigentes que condecoran a vírgenes y encarcelan a artistas y políticos. Y también para ventilar un poco la frustración que me provoca querer con locura una tierra que no tiene nada que ver conmigo.

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