Somos una colonia

Los presos y el fútbol, que acaparan la actualidad de estos días, han hecho que pasara muy desapercibida una operación empresarial de gran trascendencia económica y simbólica: la venta de las bodegas Codorniu al fondo norteamericano de capital riesgo Carlyle. Las desavenencias entre las ramas de esta familia y los malos resultados del grupo en los últimos años han forzado la alienación del 80% de las acciones de la empresa por un precio de 390 millones de euros, con la deuda financiera incluida.

Explica la historia que las bodegas Codorniu, inicialmente dedicadas a la producción y comercio de vino, fueron fundadas en 1551. Oficialmente, es la empresa más antigua de Cataluña y su propiedad se había ido transfiriendo, de manera ininterrumpida, de padres a hijos. Su gran expansión se produjo a comienzos del siglo XX, con la elaboración del primer cava con método champenoise de España.

La venta de Codorniu a Carlyle ha coincidido con la descatalanización de la otra gran empresa cavista del Penedès, las bodegas Freixenet, que el pasado mes de marzo cayeron bajo el control de la multinacional alemana Henkell (la de las pizzas Dr. Oetker), con la venta del 50,7% de la compañía por 220 millones de euros. Codorniu y Freixenet son, junto con Torres, las grandes marcas que representan la potencia vitivinícola de Cataluña y han sucumbido a uno de los males endémicos de la empresa familiar: su dificultad para desligar la propiedad de la gestión y la multiplicación de los descendentes en el accionariado, con derecho a voz y a voto.

El Penedès ha perdido dos de sus buques insignia, continuando el gravísimo proceso de descapitalización empresarial de Cataluña que sufrimos en los últimos años. En este sentido, la extrema incertidumbre jurídica y política derivada de los hechos de septiembre y octubre del año pasado ha provocado la deslocalización social y fiscal de unas 4.000 empresas catalanas, entre las cuales están las más importantes (Gas Natural, «la Caixa», Banco Sabadell, Abertis, Cellnex, Aguas de Barcelona, Applus, Planeta…), con una facturación global de unos 50.000 millones de euros, el equivalente al 20% del PIB.

Uno de los argumentos fundamentales del independentismo para reclamar el derecho a la autodeterminación es considerar Cataluña como una colonia de España. Pero el hecho cierto es que, desde un punto de vista económico, Cataluña ha perdido su histórica condición de liderazgo español, protagonizado por grandes emprendedores locales con vocación estratégica global, y nos hemos convertido, efectivamente, en una colonia… en manos de empresas extranjeras. Perdidos en la inmensidad del mar azul, camino hacia Itaca, nos hemos quedado sin estructuras de Estado en sectores capitales como la banca, los seguros, la energía, las infraestructuras…

De las 35 empresas que conforman el Ibex, sólo una mantiene la sede nominal en Barcelona, los laboratorios Grífols, a pesar de que tiene centralizada, por razones fiscales, su gestión en Irlanda. El divorcio entre las grandes corporaciones empresariales catalanas –que han trasladado su sede social fuera- y la Generalitat es una tragedia que no nos podemos permitir ni un minuto más y que tiene que ser enmendada si queremos que Cataluña tenga futuro.

El presidente Quim Torra, que conoce bien Suiza, sabe que la soberanía y la identidad de este pequeño país radican en el hecho de que tiene importantes empresas multinacionales propias en sectores estratégicos como la alimentación, las finanzas o los seguros. Que las plataformas empresariales y sindicales más importantes de Cataluña, como son Fomento del Trabajo, el Círculo de Economía, la Cámara de Comercio, CC.OO. y UGT, se opongan a la vía unilateral a la independencia tendría que hacer recapacitar a los dirigentes del movimiento procesista y reconocer que, por el bien del país y de todos, hay que virar el rumbo.

El problema humanitario de los políticos presos y exiliados se tiene que resolver de la mejor manera posible por la vía del pacto con la fiscalía. Su regreso a casa, que deseo de todo corazón, es tan importante como el regreso a Cataluña de las grandes empresas que se han ido y esto sólo será posible con un cambio del clima político y la consolidación de un marco de confianza a largo plazo. Hay que acabar este periodo de excepcionalidad que vivimos a raíz de la imputación judicial del heredero de la dinastía, Oriol Pujol, que ha reconocido finalmente todos sus delitos y ha aceptado entrar en prisión, como Iñaki Urdangarín.

Cataluña puede ser uno de los motores de Europa, siempre que tengamos una división acorazada de grandes empresas locales. Si aplicamos la vía reduccionista que nos impone el independentismo a ultranza, tal vez dejaríamos de ser una colonia política española, pero es seguro que seremos una colonia económica extranjera que, sin manías, pasará de nuestra lengua, nuestra cultura y nuestra singularidad.

El nacionalismo introspectivo y el mundo de la empresa, que tiene una dinámica natural expansiva, no hacen una buena pareja. Cuando Gas Natural intentó comprar Endesa, la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, pronunció una frase tremebunda: «Antes alemana que catalana», en referencia a la contra-OPA presentada por E-On. Lo mismo pasa ahora, pero al revés, con los sectores independentistas puigdemontistas, que valoran más la implantación de nuevas empresas extranjeras en Cataluña antes que el regreso de las empresas catalanas que han deslocalizado su sede social y fiscal a causa de su insensato e insustancial aventurerismo político.

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