Quim Torra, el presidente zombi

El censo electoral de Cataluña es de 5,5 millones de votantes y los partidos que forman el actual gobierno de la Generalitat (Junts x Catalunya y ERC) obtuvieron, sumados, 1,8 millones de votos, con una participación del 79%, en las elecciones del pasado 21-D. El presidente Quim Torra debería tener muy presentes estos guarismos cuando se levanta cada mañana y acude a su trabajo en el Palau.

Es obvio que la vida política catalana está condicionada por el doloroso encarcelamiento de los nueve líderes independentistas involucrados en la organización del referéndum del 1-O, prohibido por el Tribunal Constitucional. Pero tampoco puede ser que el funcionamiento normal de las instituciones democráticas catalanas esté bloqueado en espera del juicio y de la sentencia de los hechos del pasado otoño.

Con toda probabilidad, el veredicto del Tribunal Supremo no se hará público hasta el mes de junio del año próximo, como mínimo. Por lo tanto, según la estrategia dictada por Carles Puigdemont y seguida por el presidente zombi Quim Torra, nos encontramos en un tiempo muerto que se prolongará todavía durante meses y meses. Además, el horizonte de las elecciones municipales y europeas del 26 de mayo del año próximo irá tomando cada vez más protagonismo y acentuará la pugna partidista, impidiendo la adopción de acuerdos para no perder “perfil”.

En este escenario, es altamente improbable que se puedan tramitar y aprobar los presupuestos de la Generalitat para el 2019, la herramienta básica para la governanza del país, y que el Parlamento pueda abordar, discutir y aprobar leyes necesarias para el funcionamiento y la mejora de las condiciones de vida de la sociedad catalana. Esta enorme pérdida de tiempo, que empezó hace más de seis años, es algo que nunca podremos perdonar a los independentistas y a los dirigentes del proceso, que han mareado la perdiz… para no movernos de allá donde estábamos.

Gobernando en minoría -con el agravante de los cuatro escaños que Junts x Catalunya se niega a activar-, Quim Torra está ligado de manos y pies. Si fuera un presidente honesto y responsable, pondría entre paréntesis los procedimientos judiciales derivados del 1-O, en espera de la sentencia, e impulsaría una vigorosa actividad parlamentaria en beneficio del conjunto de Cataluña, buscando la colaboración y la entente pragmática con otros grupos políticos (la CUP ya ha dejado claro que no tiene ningún interés). Pero el presidente de la Generalitat –como se ha hecho patente en la fallida cumbre del pasado viernes- ha optado por dinamitar los puentes del diálogo y la negociación positiva con la oposición y enrocarse en una ridícula y estéril retórica frontista, basada en el derecho a la autodeterminación, el referéndum, la liberación de los presos y el regreso de los exiliados.

La estrategia de Waterloo provocar un estallido del conflicto independentista con la sentencia del Tribunal Supremo es muy arriesgada y puede acabar con pólvora mojada. El presidente Pedro Sánchez ha sido inteligente. No ha querido interferir en la Fiscalía, para no crear un conflicto con este órgano judicial, pero en cambio ha movido las sillas en el Tribunal Supremo, encargado de juzgar los hechos del 1-O, con la jugada de catapultar a Manuel Marchena a la presidencia del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), de acuerdo con el PP.

Este magistrado, exponente del ala dura de la judicatura, tenía que presidir el tribunal que juzgará a los líderes independentistas a partir del próximo mes de enero. Moviéndolo al CGPJ, que tendrá una mayoría progresista, se desactiva el riesgo de un juicio-espectáculo. Su sustituto al frente de Sala de lo Penal del Tribunal Supremo será Andrés Martínez Arrieta, un juez moderado, prudente y discreto, que garantiza una vista oral de baja intensidad y abre la puerta a una posible sentencia benévola contra los encausados.

Tal vez a Carles Puigdemont y a Quim Torra ya les va bien, por intereses egoístas, invernar el Parlamento antes de mover ficha. Pero aquello que es evidente es que muchos segmentos sociales de Cataluña -en especial, los más desfavorecidos- son las víctimas de estas especulaciones políticas diferidas en el calendario. También los trabajadores públicos al servicio de la Generalitat, que ven cómo se están degradando sus condiciones de trabajo ante el alarmante pasotismo del presidente. Médicos, maestros, bomberos, mossos… se están movilizando contra el mal gobierno que sufrimos los catalanes y los funcionarios de la administración autonómica han convocado una huelga el próximo día 12 de diciembre para reclamar las pagas extras que todavía se les deben.

La calle se está calentando, pero no en el sentido pronosticado por Carles Puigdemont y Quim Torra. Las protestas sociales contra la inacción y la falta de respuesta de la Generalitat están subiendo de tono. Los sectores en pie de guerra por la ineficacia del gobierno independentista son cada vez más numerosos y ya han perdido el miedo a levantar la voz. Este es el otoño caliente.

   

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