Olla podrida

El etnicismo es una olla podrida del nacionalismo. En ella cabe todo, desde la lengua hasta el paisaje, el folklore, la historia o la idiosincrasia. «Por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y provecho», decía de ellas el escudero Sancho, en El Quijote. Y si no, que se lo pregunten a Quim Torra y a los de su cuerda.

El etnicismo les vino a los nacionalistas, sobre todo a los emergentes o con ánimo de aggiornamento, como anillo al dedo. La búsqueda de identidad a través de tantos y tan variados componentes, que persigue la etnología, le permitía, por ejemplo, elaborar un perfil de la nación a medida. Cosa nada fácil, dado el mestizaje dominante.

En el pasado no tan lejano, parecía más sencillo tirar de alguno o unos pocos rasgos para definir una nación. Generalmente, los nacionalismos recurrían a la lengua como cemento de la identidad y cuando ello no servía, iban a la historia, al territorio, etc. Lo malo era cuando casi nada era compartido por el conjunto. Así, España, sin ir más lejos, no se ha distinguido precisamente por su homogeneidad, sino por todo lo contrario. Diversas lenguas y hablas, geografía de contrastes, historia compleja y accidentada (como todas), culturas diferenciadas… Quedaba, eso sí, la religión católica, común a todos los españoles (cosa que bien supo utilizar en beneficio propio la Iglesia en los conflictos civiles, como el carlismo), pero tampoco era cuestión de fundamentar la nación en ella, sobre todo cuando pertenece a medio mundo.

Nada pues de extraño que José Antonio Primo de Rivera, espejo de la Falange, acuñara aquello de «una unidad de destino en lo universal», a la hora de definir España. Una abstracción retorcidamente inexplicable que, según lectura oficial, venía a decir que los españoles, más allá de todas sus diferencias, habían participado en las gestas (imperiales) de proyección universal y precisamente eso es lo que les definía como nación.

Antes, al hilo del racismo à la mode, el fundador del nacionalismo vasco, Sabino Arana, no tuvo ningún escrúpulo en construir un imaginario patriótico basada en ella. Tampoco el País Vasco era uniforme. Veía la «raza española», a la que incluso negaba su catolicidad, como corrupta, inmoral y degenerada, siendo por lo tanto ésta inferior a la raza vasca. Todo ello, adobado de la sacralización de la lengua (que pudo a ser la de Adán y Eva, según algún fabricante de ideología), la idealización del territorio, la mixtificación de la historia…, a que tan dados son todos los nacionalismos.

Por esto, cuando ETA (que procedía del nacionalismo sabiniano) se topó a la hora de construir su andamiaje ideológico con el racismo, innombrable tras los estragos del nazismo, se agarró como un clavo ardiendo a la etnia para definir Euskadi. Algo más culturalista, «científico» (al calor también del auge de la antropología y otras ciencias sociales) y, sobre todo, difuso. Estableció que el euskera era la piedra angular de la etnia vasca (aunque fuera una lengua usada por una minoría de los vascos) y a vivir que son dos días.

En Cataluña, donde la lengua fue también instrumentalizada como cemento de la identidad nacional, el clérigo Josep Torras i Bages llegó a decir que «Cataluña la hizo Dios, no la han hecho los hombres; los hombres solo pueden deshacerla». Sus primos vascos, carlistas y nacionalistas, habían acuñado el lema «Jaungoikoa eta lege zaharra» (Dios y leyes antiguas) para dejar bien clarito que la religión era, en fin, un ingrediente fundamental de la salsa.

En cualquier caso, el etnicista que se precie tiende más bien a hablar de las virtudes propias que de los defectos de los demás. No es este el caso de Quim Torra (ni de Sabino Arana) que, rizando el rizo, aparece más bien como, digamos, etnicista negativo. Es decir, lo suyo no es tanto ensalzar lo propio, como denostar lo ajeno. Así, esquiva el peligro de la cursilería o algo peor, en lo que tan fácil es caer cuando se habla bien de uno mismo. Cascando al enemigo no hay más remedio que congratularse con lo privativo, aunque de su antagonista (España y los españoles) forman también parte muchísimos catalanes.

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