¡No pasarán!

En la tarea de preparación de un libro biográfico sobre Jordi Pujol, escrito en compañía del periodista Siscu Baiges y publicado en 1989, exhumé uno de los documentos más escalofriantes que he leído en el ejercicio de mi tarea profesional: es el opúsculo Os presentamos al general Franco, escrito por un joven Jordi Pujol y que fue lanzado en octavillas durante el concierto conmemorativo del centenario del nacimiento del poeta Joan Maragall, celebrado el 19 de mayo del 1960 en el Palau de la Música.

A causa de esta acción de protesta (fets del Palau), en la cual no participó directamente, a pesar de ser su promotor, Jordi Pujol fue sometido a un consejo de guerra -era alférez de complemento- y condenado a siete años de prisión, de los cuales cumplió dos años y ocho meses en Zaragoza. Esta condena fue la plataforma de lanzamiento de la imagen política de Jordi Pujol, que culminaría con la presidencia, durante 23 años (1980-2003), de la Generalitat.

El opúsculo Os presentamos el general Franco acababa con estas palabras: «El general Franco, el hombre que pronto vendrá a Barcelona, ha escogido como instrumento de gobierno la corrupción. Ha favorecido la corrupción. Sabe que un país podrido es fácil de dominar, que un hombre comprometido por hechos de corrupción económica o administrativa es un hombre prisionero. Por eso el Régimen ha fomentado la inmoralidad de la vida pública y económica. Como se hace en determinadas profesiones indignas, el Régimen procura que todo el mundo esté embarrado, todo el mundo comprometido. El hombre que pronto vendrá a Barcelona, además de UN OPRESOR, ES UN CORRUPTOR«.

Leído en perspectiva histórica, y sabiendo lo que sabemos que ha pasado, este texto es estremecedor. Jordi Pujol, durante su larguísimo mandato, hizo, de pe a pa, lo mismo que le reprochaba en 1960 al dictador Francisco Franco (eso sí, en nombre de Cataluña): convirtió la Generalitat –esperanza y orgullo del pueblo catalán- en una cueva de ladrones donde la corrupción y el tráfico de influencias eran moneda corriente en el ejercicio del poder democrático conferido por las urnas. Esta putrefacta situación se pudo mantener durante 23 años gracias al silencio cómplice de los medios de comunicación, engrasados con subvenciones públicas y publicidad institucional.

Los antecedentes referenciales de la actualidad política catalana no los tenemos que ir a buscar a los siglos XVII o XVIII, como se obstina en hacer el independentismo nostálgico. Los tenemos mucho más cerca: la guerra civil española y la larga noche de la dictadura han modelado una manera muy especial de entender y de proyectar Cataluña y de organizar nuestra sociedad.

Tenemos un nuevo ejemplo paradigmático en esta suerte de Movimiento Nacional, interclasista y transversal, que promueven el ex-presidente Carles Puigdemont, su monaguillo Quim Torra y el séquito que los rodea. La concepción y la filosofía que inspiran la Crida Nacional per la República son, mutatis mutandis, las mismas que justificaron la creación del Movimiento Nacional encabezado por el general Francisco Franco: un popurrí ideológico al servicio de un hiperliderazgo carismático, incontestable y con un trasfondo autoritario. Si José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange, proclamó que «España se una unidad de destino en lo universal», Carles Puigdemont dice, en otras palabras, lo mismo: «La República Catalana es una unidad de destino en lo universal».

Ha costado siglos, revoluciones y millones de muertos conseguir las libertades democráticas constitucionales: aquí y en todo el mundo. En Cataluña presumimos de haber tenido uno de los primeros protoparlamentos de la historia europea y ahora que tenemos uno de verdad, ha quedado secuestrado y paralizado por la imposición de Carles Puigdemont y el cortejo que lo acompaña en su huida hacia adelante.

Del mismo modo que, con penas y trabajos, superamos la dictadura franquista y la transformamos en una democracia parlamentaria, no dejaremos que este Movimiento Nacional providencialista y de raíces y formas totalitarias nos arrebate todo aquello que hemos conseguido juntos en los últimos 40 años. En Cataluña, un mismo clamor, como en Polonia, Hungría, Austria u Holanda: ¡No pasarán!

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