Festival

Voy a lorazepam por día y se me acaban las existencias. Me tomo una pastillita para olvidar que mi gobierno supremacista no tiene suficientes mujeres con tetas gordas para colocar de consejeras como querría el diputado republicano Lluís Salvadó. Y al día siguiente me tomo otra para no ver como la peña se rompe la cara por unas cruces amarillas clavadas en una playa que ni tan solo es nudista. La salud mental de la parroquia es preocupante y estaría bien que alguien se querellase contra la clase política por los daños y perjuicios provocados. Yo ya soy carne de manicomio porque es cerrar los ojos y revivir o Arde Mississippi, pero con Ciudadanos disfrazados de nazarenos amarillos crucificando patriotas en el Port de la Selva, o Las Brujas de Zugarramurdi en versión aquelarre peneubista. Al revés del poeta, yo no veo claro ni cuando duermo.

Los efectos del ansiolítico se disuelven y cuando parece que la traición de los nacionalistas vascos dando apoyo al presupuesto de un tal M.Rajoy me provocará un nuevo ataque de angustia, detienen a Eduardo Zaplana y corro al cajón de los medicamentos porque no puedo gestionar tantas emociones de golpe. Conocí a este tipo en otra vida, cuando hacer de periodista quería decir tener que sufrir para conseguir una noticia. Durante un tiempo me tocó informar del club de la gaviota y el chulopiscinas Zaplana, tan repeinado, tan moreno tirando a verde y con sonrisa de mafioso fue el segundo dirigente del PP que me puso los pelos de punta. El primero fue José María Ansar, con su bigotito hitleriano y su risa de hiena.

De la sentencia del caso Gürtel no haré declaraciones porque solo me salen improperios. Además, cada vez que escucho a alguien decir «Gürtel» me imagino paseando por Viena en estado catatónico después de haber pagado 25 euros por un insípido strudel y un café aguachirri, y regresan las ganas de drogarme para olvidar. Grito bien fuerte que ya está bien de tanto festival, pero la justicia divina continúa repartiendo estopa y el siguiente de la lista es la cúpula convergente que desde la Diputación de Barcelona se dedicó a regalar dinero público a camaradas para financiar sus chiringuitos. Escribo presuntamente para evitar una querella, pero sabemos que es un clásico. Y de la rabia que tengo, me acabo la última pastilla de un paquete caducado en 2015.

Mientras espero que me llegue la siguiente remesa de felicidad comprada por Internet y servida a domicilio, me dedico a buscar noticias que me reconcilien con la humanidad. Y descubro que Miquel Nogués ha inventado una máquina de hacer ruido para ahorrarnos las lesiones de muñeca por culpa de tanta cacerolada y soy feliz por primera vez en muchos días. Nogués, vecino de Vinebre, ha diseñado un bidón lleno de metales que gira sobre un eje impulsado por un motor mientras unos tubos lo golpean. Dice que lo ha hecho porque cada vez son menos gente en las caceroladas para reclamar la libertad de los políticos presos políticos. El inventor de la parrilla mecánica más grande del mundo capaz de cocinar 350 calçots a la vez no se plantea llevar su máquina a Barcelona porque dice que le hacemos sentirse como Cocodrilo Dundee. Me lo imagino saludando a todo dios por la calle con la navaja al cinto y pienso que no tendría que ser tan dura con Salvadó porque unas buenas mamellas son siempre una alegría para la vista. Otra pastillita.

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