El arte de disculparse

En medio del ruido mediático que ha desatado el patético adiós de ETA, la demanda de perdón de los obispos vascos por sus confesas complicidades con esta ha pasado a hurtadillas. Sin embargo, el asunto resulta altamente significativo, no sólo por el hecho casi inédito que la Iglesia católica pida perdón sino, sobre todo, porque pone de manifiesto su connivencia con el nacionalismo, más allá del normal. Algo que sigue pasando, por ejemplo, en Cataluña.

Es sabida la querencia del catolicismo por la política y es casi un tópico su imbricación con los nacionalismos. Polonia, por ejemplo, no se entiende sin el monasterio de la Virgen Negra de Cz?stochowa (como la de Montserrat, por cierto), la más venerada reliquia del país y uno de sus símbolos nacionales. Patria del «papa del milenio», Joan Pau II, Polonia sigue considerándose un baluarte contra la secularización de Occidente y la «propagación» del Islam. Sin cortarse un pelo, el gobierno ultraderechista del PISO aumenta las subvenciones estatales a la Iglesia, promueve la educación religiosa, prohíbe la píldora del día después, etc. El jesuita progresista Stanislaw Obirek resume claramente este panorama cuando afirma que «la situación política que tenemos hoy en Polonia se debe de al servilismo de todos los partidos políticos hacia la Iglesia«.

El catolicismo en Irlanda es, aun así, todo un ejemplo de contuberni entre religión y patria. Símbolos nacionales como el trébol, la cruz céltica o la Fiesta de Santo Patricio son típicamente católicos. Después de una prohibición de 60 años, hasta el 1995 no fue legalizado el divorcio en Irlanda y ahora se ha votado sobre el aborto. Cuando los nacionalistas irlandeses, en llena primera guerra mundial, estrenaron su bandera tricolor y proclamaron la República, lo hicieron en «nombre de Dios».

En España, no vamos en todo esto muy atrás. El protagonismo adquirido por la Iglesia católica en la Guerra de Independencia (era entonces la única institución con cobertura llena en todo el territorio) fue el combustible que hizo quemar las posteriores guerras carlistas. La relación indisoluble entre la divinidad y el poder político se concretó entonces en aquello de «Dios, Patria y Rey», que desembocó en la infamia del nacional-catolicismo franquista. Mientras tanto, los catolicismos periféricos del País Vasco y Cataluña se las apañaban con sus respectivos nacionalismos, hasta límites estrambòtics. «Nosotros para Euskadi y Euskadi para Dios», proclamó Sabino Arana. Torras y Bages dijo que «Cataluña y la Iglesia son dos cosas en el pasado de nuestra tierra que es imposible separar«.

Así las cosas, poco tiene nada de extraño que fueran los clérigos, sin tapujos, directamente, quienes organizaran las partidas armadas carlistas y, un siglo después, apoyaran a ETA. No sólo moral, esclar, sino logístico, económico y social. Eso sí, con discreción. Cómo se corresponde con su inmensa experiencia adquirida a lo largo de sus 2000 años de historia. Y ahora, cuatro horas después de que ETA anunciara su misa de salida, se descuelgan los obispos pidiendo perdón por sus «complicidades», sin especificar qué fueron, sin advertir sobre los males que implicó su jugada y sin decir qué harán para curar las heridas.

Y en Cataluña, con sus peculiaridades, se repite la película. «Movidos por los valores evangélicos y humanísticos» y «empujados por el amor sincero en el pueblo que queremos servir», 300 curas y frailes catalanes llamaban a votar el 1-O. «El derecho a decidir de los pueblos está por encima de la unidad de España», ha dicho el obispo de Solsona, Xavier Novel. Junto a él, Joan-Enric Vives, arzobispo de la Seu d’Urgell y copríncep de Andorra, el arzobispo de Tarragona y el obispo de Girona, Francesc Pardo, se han pronunciado en términos similares. Pandilla a la cual se suele sumar la exbisbe auxiliar de Barcelona, Sebastià Taltavull. Decenas de banderas en los campanarios de las iglesias, proclamas nacionalistas desde el santa sanctorum de Montserrat y la tarea de la trama de órdenes religiosas y entidades variopintes entre la «buena gente» rubrican la relación entre religión y nacionalismo en Cataluña. Un gran argumento por, cuando haga falta, ejercer el arte de disculparse, tan propio de la hipocresía católica.

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