Descarrilados

Este viernes hay pleno en el Ayuntamiento de Barcelona y, si no hay un milagro de última hora que lo evite, asistiremos a la segunda parte del vodevil protagonizado por BComú y ERC a causa de la conexión del tranvía. La semana ha sido un frenesí de mensajes cruzados poniendo a parir al adversario por razones diversas y yo no he podido sentir más que vergüenza ajena. El lamentable tira y afloja entre el gobierno de la hAda Colau y el alcaldable republicano escogido a la búlgara por ver quién la tiene más larga me ha hecho pensar de nuevo que no nos merecemos los políticos que tenemos. Y no lo digo sólo porque su motivación partidista vaya casi siempre en contra del interés general, sino también porque su falta de sentido del ridículo es insultante.

No es mi intención criticar la unión de los tranvías porque no tiene ningún sentido dejar aislado el tramo central de la Diagonal y menos por razones de desgaste político. Sin embargo, hay muchas cosas que chirrían comenzando por las formas. De entrada, la decisión de los comunes de llevar el tema al pleno de marzo caiga quien caiga, es decir, sin tener el apoyo necesario para aprobarlo, me parece inaudita, sobre todo porque es un proyecto complejo que supondrá una gran inversión pública que se gestionará de forma privada hasta el 2032 si no hay cambios. También demuestra cierta prepotencia y falta de visión el hecho de recurrir al descrédito público para presionar a ERC porque la mayoría de las veces provoca el efecto contrario al deseado.

La estrategia de los comunes ha sido desautorizar al histriónico jefe del grupo municipal republicano remarcando sus constantes contradicciones discursivas. Recuerdan que Esquerra está a favor de la conexión de los tranvías como lo demuestran los posicionamientos del partido en los municipios del Baix Llobregat y el Barcelonés Norte, y que la negativa a apoyar el proyecto es un acto de terquedad de un Alfred Bosch que ya se ve como alcalde de Barcelona antes de haber ganado las elecciones. Personalmente, yo añadiría dos motivos más, uno personal y otro político. El personal es que Bosch nunca perdonará a Colau la traición cometida con los socialistas y el político es que el presidente del grupo municipal republicano no quiere formar parte de ningún acuerdo donde está el PSC por razones obvias.

Con el tema de la polémica suspensión de las obras de Glorias el experto africanista ya demostró sus carencias sobre Barcelona, sobre todo cuando justificó su oposición a la paralización porque afectaría al comercio de proximidad de la zona cuando hace años que es prácticamente inexistente. Los cuadros republicanos nunca han tenido mucha presencia en las luchas vecinales y, más allá de sus discursos patrióticos, siempre me ha costado encontrar propuestas interesantes en su programa electoral. Sin embargo, la principal habilidad de Bosch es contrarrestar su ignorancia sobre la ciudad de la que es regidor con grandes dosis de oportunismo como lo demuestran los intentos de apropiarse de las protestas por la construcción de un macroalbergue en la Vila Olímpica y por la retirada del tranvía azul. Y esto lo convierte en un socio peligroso del que es imposible fiarse. Por eso me sorprende que a un año de las elecciones municipales, el equipo de Colau siga intentando conseguir el apoyo de ERC haciéndose pasar por independentista.

Dudo que de aquí al viernes se pueda producir algún cambio que haga pensar que la conexión de los tranvías –o la absurda prolongación del ramal Besòs hasta Verdaguer propuesto in extremis– saldrá adelante. Y más, después de filtrar una encuesta hecha el pasado octubre por la empresa Tram que preside Felip Puig y que dice que incluso el votante de ERC quiere subir al tranvía. BComu gobierna en minoría pero se resiste a retirar el proyecto del pleno porque eso supondría una nueva derrota y prefiere evidenciar que si no sale adelante es por culpa de los republicanos. Mientras tanto, el oportunista Bosch se ha apropiado del discurso de la CUP y ahora dice que no puede votar a favor porque la gestión de la cosa es privada. El choque de trenes es inevitable y el descarrilamiento, también.

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